miercoles 27 de junio de 2007
Amarillo
POR IGNACIO CAMACHO
PARA gustos se hicieron los colores, dice el refrán. Pero en la simbología de honores militares se hicieron para otra cosa, como una escala de méritos que distingue el arrojo, la abnegación, el heroísmo, la entrega, esa clase de valores que forman parte de la historia de los pueblos aunque estén poco de moda en la España del pensamiento débil. En esa España cuyo Gobierno afina demasiado la escala cromática de sus homenajes a los soldados caídos, regateando distinciones para no pillarse los dedos con la tapa del piano que toca su melodía favorita del ansia infinita de paz.
Para que esa partitura no chirríe distorsionada por el eco de las explosiones, a los seis paracaidistas muertos en el Líbano les han prendido en los féretros una cruz con distintivo amarillo que premia a los caídos «en acto de servicio», con sutileza semántica que evita el distintivo rojo propio de los «actos de guerra». O sea, que unos soldados que mueren atacados a bombazos en una guerra no son, para nuestro Gobierno, unos muertos en acto de guerra. Quizá porque para el Gobierno la guerra no existe. Ha sido abolida por el procedimiento nominalista de borrarle el nombre. La única guerra reconocida como tal por el zapaterismo es la de Irak, en la que por cierto y según la misma lógica, técnicamente España tampoco participó. Pero ya se sabe que, en el lenguaje políticamente dominante, las cosas significan lo que el que manda quiere que signifiquen.
La guerra moderna es una guerra global, una guerra sin ejércitos ni escenario de operaciones, en la que a menudo los combatientes se camuflan y mimetizan bajo la máscara del terrorismo, la guerrilla o la insurgencia. Ésa es su complejidad más dificultosa, el carácter mutante y adaptadizo del enemigo frente a la fuerza convencional, uniformada y jerarquizada. En la guerra actual no hacen falta bayonetas caladas ni trincheras, y la muerte acecha emboscada en un mercado, en un restaurante, en la siniestra curva de una carretera. Por eso, entre otras cosas, ejércitos como el español están en el Líbano, tratando -en vano y con poca convicción- de desarmar a las guerrillas terroristas y de regularizar una situación bélica evanescente y anómala, discontinua y encubierta, en la que el enemigo viste de civil y saca un Kalashnikov de debajo de la faltriquera.
Pero el Gobierno ha decretado, en virtud de su adánico poder de nombrar las cosas, que nuestras tropas no van a la guerra en misiones de guerra, sino de paz. De pazzzzzzz. Por tanto, si en una guerra un enemigo te mata con una bomba, no mueres en acto de guerra, sino de servicio. Como si te estrellas en un accidente transportando víveres o medicinas. Quizá por eso, porque oficialmente no están en la guerra, los soldados españoles no van convenientemente equipados para defenderse de los actos de guerra que cometen los que sí están en guerra. En guerra contra nosotros, aunque algunos no quieran darse por enterados.
A esos seis muchachos muertos, el color de su medalla les da ya aproximadamente igual. Pero a los vivos no. Porque al estarlo podemos discernir la diferencia entre el rojo de la sangre derramada y el amarillo pálido de la mentira repetida.
miércoles, junio 27, 2007
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