jueves, junio 28, 2007

Miguel Angel Loma, Cuando ganaban los buenos

viernes 29 de junio de 2007
Cuando ganaban los buenos
Miguel Ángel Loma
C ÓMO disfrutábamos en el cine con aquellas viejas películas del Oeste en que los malos, después de haber cometido mil fechorías, eran cazados finalmente por los buenos que se enfrentaban a ellos sin más miramientos. Las bofetadas y puñetazos que «el muchacho» de la peli repartía a troche y moche eran coreados con júbilo estruendoso desde las butacas, y jaleados con gritos de «¡bieeen!», «¡dale más!» y «¡toma, toma!», hasta acabar en un paroxismo enloquecedor de parabienes, convulsiones y aplausos que contagiaba a toda la chiquillería de la sala. Aquello era un claro precedente del arte cinematográfico interactivo. Al final siempre ganaban los buenos, y tras la peli regresábamos a casa con la íntima satisfacción de que el malo se había llevado su merecida ración de jarabe de palo. El mundo iba bien, y la justicia imperaba desde el estrado hipnótico del celuloide. Eran tiempos bárbaros en los que no nos planteábamos que a los malos había que leerle sus derechos de malo al capturarle, ni que tuviera más derecho que el mencionado jarabe de mamporros y coscorrones, evitando, eso sí, un innecesario ensañamiento. Eran tiempos bárbaros, hoy muy denostados, en que los buenos eran buenos y los malos eran malos. Pero los tiempos cambian, y las sociedades y sus leyes, dicen, avanzan. Ahora, aunque todavía hay malos en las películas, no son menos los que pululan libremente fuera de las pantallas, haciendo salvajadas mucho más gordas de las que cometían aquellos pobres cuatreros que osaban cruzar el Misisipi y que, las más de las veces, se limitaban a robar unas cuantas vacas y a chulear un poco a «la muchacha» cuando paseaba con su cursi sombrerito por delante del «saloon». Ahora, que no paramos de avanzar, hemos conseguido que malos con veinticinco cadáveres a la espalda tengan derecho a mariscada y champán en la cárcel para festejar los asesinatos que sus colegas siguen cometiendo fuera, o a convertir en una delicada cuestión de Estado el tratamiento de sus almorranas. Ahora, que ya no quedan Misisipis por cruzar, si un malo cuenta con quince o diecisiete inviernos en su alma cuando viola y asesina a una pobre criatura o cuando descuartiza entre bostezos a toda una familia, sabemos que a esas edades no se puede ser tan malo, y hay que reinsertarlo en la calle a los dos o tres añitos de aquella juvenil barrabasada. Ahora, sin duda, hemos avanzado mucho, y si alguien tiene dudas que se lo pregunte a los malos. El instructivo paso del tiempo nos enseña que el principio latente en aquellas viejas películas, de que al final siempre impera la justicia, y de que la bondad acaba venciendo a la maldad, era una engañosa moraleja muy conveniente para tranquilizar las conciencias y facilitar el plácido sueño de nuestras inocentes y tiernas mentes infantiles.

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