jueves 28 de junio de 2007
La ley del menor pide una revisión
CUATRO años después del brutal asesinato de Sandra Palo, uno de sus autores, Rafael García, «Rafita», salió ayer del centro de internamiento de menores en el que ha cumplido la primera parte de su pena. Ahora, ya con dieciocho años de edad, pasará otros tres años en régimen de libertad vigilada alejado de Madrid. Legalmente, continuará sometido al régimen penitenciario que le corresponda, pero realmente la percepción general es que Rafita está, como suele decirse, en la calle y que su condición de menor de edad cuando se produjo el asesinato le ha servido en la práctica como elemento de cierta impunidad. Es lógico que haya quien crea que a Rafita, con sólo cuatro años de sanción, le ha salido barato violar, torturar y matar a Sandra.
Este caso, nunca cerrado en la conciencia de millones de ciudadanos gracias a la valentía y al tesón de su madre, reabre un doble debate: el jurídico, sobre la procedencia de endurecer el régimen penal para castigar de manera más severa los delitos más graves cometidos por menores de edad; y el social, relativo tanto al alcance que debe tener la reinserción en este tipo de casos como a la manera de evaluar con eficacia el arrepentimiento para evitar la reincidencia. La ley de responsabilidad penal del menor ha sufrido diversas modificaciones relevantes, la última vigente desde febrero. Como regla general, no es sano que un Estado de Derecho legisle en materia penal a golpe de titulares de prensa o apruebe normas ad hoc para sofocar la alarma que cause en la sociedad un caso concreto. Sin embargo, si una mayoría de la sociedad percibe que una ley no es eficaz o no se ajusta al sentimiento generalmente aceptado de justicia, esa ley queda a los ojos de la ciudadanía inmediamente desfasada y superada por los acontecimientos.
Naturalmente, una norma penal no puede aplicarse con efectos retroactivos si estos perjudican al condenado. No obstante, ejemplos como el de «Rafita» deben mover a una profunda reflexión al Gobierno para que no se repitan. Una ley ha de ser lo suficientemente flexible en su espíritu e interpretación como para prever mecanismos extraordinarios que, en casos de extrema gravedad, se apliquen sin complejos e impidan trasladar a la ciudadanía la peligrosa creencia de que la ley no es justa. Por el contrario, la ultraprotección penal del menor puede conducir a una valoración inexacta del riesgo de reincidencia y a favorecer, incluso, nuevas conductas delictivas. Si la sociedad lo demanda -y la trayectoria del caso de Sandra Palo así lo atestigua-, el legislador no debe mostrarse insensible a la revisión de las leyes que afectan a los menores, colectivos sociales muy permeables y, precisamente por ello, en permanente riesgo de contaminación y de adulteración de sus valores. Es cierto que la dureza, como automatismo penal con los menores, no siempre es buena y puede llegar a socavar las bases de la reinserción a la que todo reo tiene derecho; sin embargo, lo que en ningún caso es bueno para la solidez de un Estado democrático es que cale la percepción de que no se hace justicia. Y con Sandra está calando.
jueves, junio 28, 2007
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