jueves, junio 28, 2007

Ricardo Garcia Cárcel, Almansa y la historia

jueves 28 de junio de 2007
Almansa y la historia
POR RICARDO GARCÍA CÁRCEL
EL 25 de abril de 1707 en Almansa se enfrentaron, en el marco de la guerra de Sucesión, el ejército borbónico liderado por un británico, el duque de Berwick, hijo natural del último Rey católico Jacobo II, que luchaba al servicio de la causa de Luis XIV y su nieto Felipe, y el ejército austracista, liderado por el portugués Das Minas y el noble hugonote francés, al servicio de Inglaterra, Galway. Dos ejércitos poderosos. Las tropas franco-españolas con 25.000 hombres; la de los austracistas, defensores de la causa del archiduque Carlos, con 20.000. El combate duró tres horas; de las tres a las seis de la tarde. La táctica militar británica se caracterizó por la impaciencia en el ataque por parte de su infantería que contrastó con la capacidad de resistencia de la segunda línea del ejército británico. La caballería española, la fuerza de D´Asfeld y la frialdad de Berwick, comparable a la que un siglo después demostrara Wellington, fueron decisivas. La victoria total fue de los borbónicos. Seis mil muertos austracistas, de nueve a doce mil prisioneros y de dos a tres mil muertos borbónicos, según las fuentes borbónicas. El cronista austracista Castellví aumenta el número de muertos en ambos lados: siete-ocho mil entre los aliados y cuatro mil entre los borbónicos. Almansa, que tenía entonces 3.500 habitantes quedó convertida en ciudad hospital. Se construyó un monolito y el Rey Felipe V ordenó la creación de un regimiento de infantería con el nombre de Almansa.
Una batalla la de Almansa con muy escaso protagonismo español, con dos ejércitos, de al menos diez nacionalidades europeas, sobre todo el austracista. Berwick recibiría el título de grande de España y de duque de Liria, concebidos por Felipe V. Se hicieron diversos grabados sobre la batalla con dos célebres cuadros. Uno, que se terminó en 1709 fue realizado por Ventura Lirios (Bonaventura Ligli) y Philippo Pallota. Es el típico cuadro descriptivo, cual si se tratara de un documento sobre el despliege militar de ambos ejércitos. El otro es el de Ricardo Balaca y Canseco, mucho más tardío (de 1862). Los dos cuadros pertenecen al Museo del Prado pero se encuentran el primero en el Palacio de las Cortes valencianas, el otro en el Congreso de los Diputados. Curiosamente, las fuentes del momento que nos aportan más información sobre la batalla propiamente dicha son las de los derrotados, sobre todo las inglesas. Daniel Defoe publicó en 1728 las memorias de guerra del capitán George Carleton; el general Henry Hawley que participó directamente en la batalla... aportan más datos específicos sobre ésta que los cronistas borbónicos que (salvo el hermético Berwick en sus Memorias) parecen mucho más obsesionados por contar las derivaciones políticas de su victoria que no la propia batalla. También las lecturas que los historiadores han hecho de Almansa han focalizado sobre todo su atención sobre los ecos políticos de la batalla, su significado histórico en el tiempo largo. Efectivamente la trascendencia militar de la victoria borbónica fue relativa porque no evitó que en 1709 y 1710, el ejército borbónico pasara por una situación crítica (nuevo tratado de repartición de España entre Orleans y Stanhope, declaración del Papa Clemente XI a favor del archiduque Carlos, derrota borbónica en Almenara, nueva entrada del archiduque en Madrid...), lo que, por otra parte, pone en evidencia el singular guadianismo de la guerra de Sucesión con infinidad de oscilaciones. Lo que contó, en definitiva, de la batalla, fue su significado político ulterior. Puerta de entrada desde Castilla al Reino de Valencia, la victoria borbónica en Almansa significó el punto de partida de una notable represión borbónica sobre una serie de ciudades del Reino de Valencia, en especial Játiva (a la que se le cambio el nombre por San Felipe) y a la inmediata supresión de los fueros de Aragón y Valencia. Una supresión drástica, hecha en caliente, tan solo dos meses después de la batalla, mucho más dura que la que se haría con los fueros catalanes en 1716, dos años después del final del sitio de Barcelona el 11 de septiembre de 1714. Lo que más llama la atención sobre las crónicas borbónicas del momento es la mala conciencia que transpira acerca de las crueldades cometidas en ciudades, como la citada Játiva, Alcira, Denia... «Se cometieron tantas tiranías, extorsiones e injusticias, que se podría llenar un libro» dirá Belando. Bacallar se refería a que «no se perdonó ni aun a los templos, pocos sacerdotes escaparon, mujeres pocas y hombres ninguno». Y cronistas, también borbónicos como Robres o Miñana, nunca disimularon que en nada comulgaban con la supresión drástica de los fueros con Valencia y Aragón. De todas las fuentes borbónicas sólo se da una visión épica de la batalla en los poemas de Luis Enríquez de Navarra, un borbónico que acogió, por cierto, en su casa a Berwick.
Almansa se convirtió, pues, en símbolo de la polarización de las dos Españas vertical y horizontal. La primera, la borbónica, reivindicadora de una construcción centralista del Estado a partir del núcleo castellano, con voluntad uniformista y homogeneizadora en nombre de valores como la gobernabilidad eficaz y la modernidad; la otra, la austracista, que se aferraba al constitucionalismo fuerista de los reinos de la Corona de Aragón, que postulaba el mantenimiento del statu quo previo a la guerra de Sucesión, una monarquía «compuesta», en la que la diversidad primaba radicalmente sobre cualquier pretensión unificadora. Almansa supuso, evidentemente, el triunfo de la primera. Al respecto se imponen varias consideraciones. En primer lugar, se constata el cainismo de las dos Españas enfrentadas con políticos y militares extranjeros decidiendo sobre el futuro español. Como es bien sabido, no será la última vez que la gestión del futuro de España dependa, sólo relativamente, de los propios españoles. La segunda consideración se refiere a la perplejidad con lo que los almanseños han vivido el drama de la referida polarización que ha condenado a su ciudad a ser para unos la fuente del mal y para otros la fuente del bien. El monolito que se construyó por orden de Felipe V se hizo desaparecer en 1808, volvió a implantarse con la dictadura de Primo de Rivera, y volvió a destruirse en la Segunda República. Hoy Almansa tiene el monumento de José Luis Sanchez, inaugurado en 1989 con el nombre de «la Paz aupada» como testimonio de su actitud ante la memoria de aquella batalla: la voluntad de superación del foso de separación de aquellas dos Españas. La tercera consideración que nos sugiere el recuerdo de la batalla de Almansa es precisamente la de la curiosa fragilidad mediático-histórica de las victorias en nuestro país. Uno tiene la impresión de que los perdedores de las batallas militares, en España, siempre las acaban ganando en la memoria histórica. Nunca superó Carlos V la memoria de Villalar. Nunca logró Felipe II hacer olvidar su imagen de tirano frente a Lanuza. Nadie, ni por asomo, se le ocurre recordar el feroz sitio de Barcelona de 1705 por los austracistas, porque fueron los perdedores de la guerra y todos, en cambio, inciden sobre la terrible dureza del sitio de la misma ciudad por los borbónicos en 1714.
A la luz de las crónicas borbónicas la victoria de Almansa y sus derivaciones subsiguientes parece que no produjeron otra cosa que mala conciencia en los ganadores y administradores de tal victoria ¿Es, simplemente, el distanciamiento hacia unos hechos, en buena parte, protagonizados por un ejército multinacional que no se asume como suyo? ¿O forma parte de los complejos del nacionalismo español que han caracterizado muchos de los juicios de valor acerca de nuestra propia historia? Hoy, trescientos años después de la batalla de Almansa, deberíamos reflexionar sobre ello.
RICARDO GARCÍA CÁRCEL
Catedrático de Historia Moderna
Universidad Autónoma de Barcelona

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