jueves 28 de junio de 2007
El optimista contrariado
POR IGNACIO CAMACHO
TRES días, con sus tres noches, ha tardado Zapatero en decir algo sobre el ataque del Líbano, y ello porque fue interpelado en el «question time» del Congreso. No se puede decir que a este hombre le sobren los reflejos, ni que le guste dar la cara. Ocurre en cada contratiempo, en cada tragedia, en cada una de esas ocasiones en las que un país necesita encontrar referencias de liderazgo. No hay modo de hallarlas en la Moncloa, salvo en el rostro apurado y severo de la vice De la Vega, utilizada como escudo de urgencias por el presidente cada vez que le vienen mal dadas. El optimista antropológico no quiere o no sabe enfrentarse a la contrariedad.
La muerte de los soldados ha sido un episodio lo bastante grave para requerir la aparición inmediata, el discurso reactivo del jefe del Gobierno para el que trabajaban, del máximo representante político de la nación a la que servían. Su sacrificio merecía siquiera un elogio, una mención explícita y solemne que realzase su honorable misión y recordase a la nación que hay alguien en el puente de mando. Pero ZP debe considerarse a sí mismo al margen de esas necesidades emocionales y de esos protocolos de estilo. O tal vez teme afrontar en caliente un debate sobre las consecuencias de su gestión, o acaso se bloquea ante las adversidades que se cruzan en su imaginaria bitácora de perfecciones, o simplemente se siente incapaz de enfrentarse de un modo razonable con el infortunio. El caso es que se queda inmóvil, mudo, parapetado en el burladero de sus ministros y subalternos, colapsado por la dificultad de encajar los problemas en la horma de su euforia positivista. Y no da la talla.
Lo malo es que cuando lo intenta, forzado por la gravedad de las circunstancias o por el consejo sensato de sus colaboradores, queda aún peor. Le ocurrió tras el atentado de Barajas, momento de máxima tensión en el que sólo tuvo a mano la ocurrencia de enviar a los terroristas un mensaje cifrado, el del famoso «accidente» que en realidad constituía una contraseña de su disposición a seguir con el «Proceso» abierto. Y luego desapareció, otros tres días, retirado a Doñana como un profeta incomprendido en el desierto de sus soledades. Tras la ruptura de la tregua, tardó una interminable semana en convocar a Rajoy, un plazo eterno en el que apareció noqueado en medio de la zozobra colectiva. Cada vez que tiene delante un revés, un percance, una desgracia, se mueve entre el silencio y la torpeza, entre la inacción y la avería, entre la estatuaria y el balbuceo.
Su falta de reacción, su perpleja tardanza, su cortocircuito mental ante los tropiezos se ha convertido ya en triste lugar común entre detractores y partidarios, que lo disimulan achacándolo a una cuestión de carácter, de personalidad o de estilo. Pero no hay carácter que valga cuando un país requiere del liderazgo de quien lo gobierna. Ni hay sensación más pavorosa que la de intuir que el último teléfono del poder no contesta cuando suena una llamada de emergencia o de consuelo.
jueves, junio 28, 2007
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