sabado 30 de junio de 2007
El hecho religioso
POR ÁNGELES IRISARRI
LA palabra «laico» se aplicaba a aquellas personas de la Iglesia que no habían recibido órdenes clericales, que no eran clérigos, es decir, religiosas de profesión, por decirlo pronto. En la actualidad, ha tomado un significado claramente anticatólico y antirreligioso y se habla del estado laico y de la enseñanza laica en ese sentido.
En España, la izquierda es la abanderada de estas cuestiones. Esa izquierda que se quedó sin principios doctrinales prácticos, pues que marxismo, leninismo, maoísmo, castrismo y otras especies, fracasaron estrepitosamente en tantos lugares del mundo, y dejaron un balance descorazonador allí donde ejercieron labores de gobierno. En razón de que sus teorías eran muy bellas, sobre todo en lo tocante a la justicia distributiva. Pero como en la práctica se contaba con ser aplicada al hombre perfecto y, por tanto, inexistente, resultó enseguida que no se distribuyó como debiera haberse distribuido, sino que unos pocos se apropiaron de todo lo que había a distribuir, y a los demás, es decir, al pueblo, lo dejaron que se alimentara con la teoría, que no es comestible. No deja de ser un sarcasmo cruel que unos pocos asumieran el poder omnímodo del Estado y se quedaran con cargo, coche, chofer y villa en el Mar Negro, a más de disfrutar de todos los placeres mundanos, mientras al pueblo le ofrecían, para que leyera y se culturizara, el pensamiento de Marx o el libro rojo de Mao, como alimento espiritual, a la espera de inaugurar el paraíso de la «Dictadura del Proletariado» cuando ellos lo consideraran oportuno. Eso que nunca llegó, aunque aquella situación en la que se repartía miseria, se mantuvo durante más de 70 años, merced a una dictadura y a la bobalicona complacencia de los llamados «intelectuales».
El gran problema de todas las ideologías es su puesta en práctica. Pretender que entren los gobiernos como elefantes en cacharrería y llevarse por delante las tradiciones, usos, costumbres y creencias, es, de entrada, prepotencia y, de salida, necedad. Es aplicar el terrible grito de Bakunin y Metchaiev: «Nuestra misión es destruir, no, construir».
El gran fallo del marxismo y sus adláteres fue, a mi entender, imponer por decreto el laicismo, y combatir las religiones y el hecho religioso, cuando cualquier cosa que se impone sin necesidad, en vez de sumar, resta. Como si fuera tarea fácil eliminar a Dios de la sociedad, y sustituirlo por una doctrina que priva al individuo del afán de trascendencia que tienen los seres superiores y que predica la inexistencia del alma, para dejarle desalmado. Y, en otro orden de cosas, haciendo al hombre parte de un engranaje productivo meramente utilitario, al servicio de la comunidad; sustrayéndole la iniciativa individual, arrebatándole la propiedad privada, restringiéndole la creatividad, «cosificándolo» en consecuencia, para sumirlo en la apatía y en el desencanto y, lo peor, negándole la libertad, el bien más preciado del género humano.
El estrepitoso fracaso del marxismo y sucedáneos, que mantuvo bajo puño de hierro a varias generaciones, debería servir de antídoto para erradicar determinadas actitudes de la izquierda en nuestro país y fuera de nuestras fronteras, el ejemplo debería ser suficiente, para no seguir insistiendo en el error. Porque persistir en él es caminar en una dirección que no tiene como meta, se diga lo que diga, alcanzar beneficios generales, sino particulares, más estéticos que éticos, más de fachada que de fondo, más folclóricos que sustanciales.
Así las cosas, que la izquierda española siga empeñada en sostener y postular teorías y actitudes obsoletas, manifiestamente derrotadas por haber resultado contra natura, sacándolas de la tumba cuando están ya muertas y enterradas y, cuando sus nefastas proposiciones han sido padecidas durante varias generaciones por millones de personas y sin que nunca sus dirigentes les preguntaran si estaban de acuerdo con las bondades del régimen, es como mantener latente una enfermedad. Máxime, cuando la mayoría de los jerifaltes, propagandistas, sayones y paniaguados de la izquierda, que son multitud, no han sufrido el miedo que dimanaba de aquellos sistemas totalitarios, y no saben lo que fueron, pues una cosa es estudiar o leer o que te cuenten lo de los campos de concentración de Siberia, y otra, muy otra, haber padecido cárceles y tormento en carne propia.
Es necio, además, porque una cosa es negar a Dios de palabra o hacerlo desaparecer de los libros de texto, y otra, muy otra, es eliminarlo del pensamiento del individuo, pues que acompaña a los creyentes y a los no creyentes, con dos dedos de frente, y no molesta, entre otras razones porque no ocupa lugar. Máxime, porque, gracias a Dios y al empeño de los españoles, vivimos en un país de libertades, con un sistema democrático, anhelado por muchos antes de su puesta en marcha y dispuesto a ser mantenido y perfeccionado por la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Y eso, que la libertad, aunque a menudo se imagine, pues ahí está la impotencia personal, la tragedia inesperada, la fortuna, la mala suerte, el accidente, etcétera, es uno de los mayores anhelos de la humanidad y, aunque limitada por lo antedicho y más, la tenemos y la disfrutamos como el bien que es. Por eso, el que quiera creer en Dios, que crea, el que quiera ser religioso, que lo sea, y el que no quiera que no lo sea, y eso, pues eso, pero que no se pretenda convertir a las iglesias en museos de arte sacro. Museos que, por otra parte, hablarían de Dios y de sus Santos...
Como todo en esta Europa nuestra, pues que el cristianismo, además, de religión ha sido y es cultura. Religión bimilenaria que, aunque venida de los Diez Mandamientos del judaísmo, terminó con lo del «ojo por ojo y diente por diente», y supuso un enorme avance en la difícil cuestión de la convivencia y terminó con las venganzas personales. Cultura milenaria que ha salvado y custodiado para las generaciones sucesivas monumentos insignes, libros en peligro de desaparición, cuyos saberes, y un montón de avatares históricos, nos han llevado a ser lo que somos.
El caso es que, siendo lo que somos, siendo lo que nos legaron nuestros antepasados y lo que hemos creado nosotros mismos, no nos ha ido mal. Por lo general, nos respetamos entre nosotros, podemos vivir en sociedad en armonía y sin apenas estridencias o voces disonantes en cuestiones de interés general. Sabemos dónde está el yo, el tú, el él. Aceptamos que haya leyes y normas que nos rijan y, a la par, celebramos que sean iguales para todos. Gustamos del orden y denostamos el desorden y hacemos votos por la paz universal, en general, claro, siempre dicho en general. Y, por si fuera poco, disfrutamos de un alto nivel de vida, inimaginable hace escasos años, merced a la buena coyuntura económica y a la riqueza producida por el trabajo bien hecho de los españoles.
El caso es que somos como somos por el sustrato que nos ha dejado la doctrina cristiana, que nos permite y ha permitido distinguir entre el bien y el mal, entre nuestro bien y nuestro mal. Lo que nos lleva a decir que después de dos mil años, mejor no hacer probatinas, mejor dejar la religión y el hecho religioso como está, pues la falta de religión, aunque hay ateos que saben llevar su ateísmo, es decir, sumoral, con absoluta dignidad, se empieza a demostrar que otra parte no la sabe llevar del mismo modo, según se está manifestando en el aumento de la violencia y el crimen.
ÁNGELES DE IRISARRI
Novelista
sábado, junio 30, 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario