viernes 2 de marzo de 2007
CIUDADELA PUBLICA UNA ANTOLOGÍA DEL GEES
Los neocon son de Marte, la izquierda es de Chueca
Por Rafael L. Bardají
Los neoconservadores no son un producto típicamente norteamericano. También los hay en España. Pero no hay por qué asustarse. A quienes así se nos llama, normalmente con el propósito de insultarnos o descalificarnos sin más, no tenemos cola puntiaguda, no llevamos un tridente ni tampoco apestamos a azufre. Es más, no nos consideramos merecedores de ser pasto de las llamas eternas del infierno. Los neocon son, simple y llanamente, como suele decir mi amigo Manolo Coma, "unos realistas con principios".
No nos vale el relativismo imperante, al que se aferran la vieja y la nueva izquierda actuales, según el cual todo es lo mismo y todo se explica por la diversidad cultural, religiosa y social, desde la lapidación al velo, desde el burka al Día del Orgullo Gay. Como tampoco nos parece ni normal ni apropiado que el descreimiento absoluto al que lleva el relativismo acabe por entender que no es posible y deseable defender nuestros valores.
Para la izquierda, cierto, no hay nada que valga la pena defender –y mucho menos a través de las armas–, porque no cree en nada. Pero nosotros sí contamos con unos principios que consideramos debemos preservar, incluso expandir: los principios que garantizan la dignidad de la persona, la libertad del individuo; su afán de mejorar y prosperar, su responsabilidad social; su derecho a vivir y expresar su fe y su obligación de comportarse ética y moralmente.
Nosotros no somos militaristas, pero no renunciamos a los ejércitos ni nos oponemos por principio a que éstos sean empleados, si es la única forma de garantizar que nadie nos prive de vivir de la manera en que vivimos, que es, estamos convencidos, la mejor para toda la Humanidad, la del mundo occidental. Nosotros no creemos en la guerra porque la guerra es una institución social, no un acto de fe. Las guerras se evitan si se puede y se luchan si no queda más remedio. Pero si hay que librarlas para preservar nuestra libertad, más vale ganarlas.
No nos dan miedo las amenazas, nos da miedo la debilidad, nuestra debilidad. Cuando somos o creemos ser débiles, nuestros adversarios se crecen y la tentación de jugar al apaciguamiento con ellos aumenta exponencialmente.
En numerosos lugares se nos acusa de ser unos peligrosos idealistas, movidos por una ideología revolucionaria que quiere cambiarlo todo. Cuando oigo esa acusación de personajes cuyo único mérito es llevar bien apretado entre los dientes el carné de militante socialista, y da igual a qué facción pertenezcan, porque toda diferencia queda difuminada ante el hecho esencial de la izquierda de todo momento y lugar, a saber, detentar eternamente el poder, no puedo más que esbozar una sonrisa. Todos tenemos una ideología. El problema no es ése. El problema es que unos cuentan con la ideología apropiada y otros con la equivocada. Y una mala ideología siempre tendrá como resultado una mala política.
Si hubiéramos hecho caso a quienes en los años 80 vociferaban que era mejor ser rojos que estar muertos, ahora estaríamos viviendo y sufriendo bajo el totalitarismo soviético. Por el contrario, fue el vituperado cowboy y mal actor Ronald Reagan quien, alimentando una actitud de firmeza frente al comunismo, contribuyó decisivamente a acabar con él.
Y nosotros, al igual que entonces, sí creemos que se puede derrotar a las fuerzas del mal, a nuestros enemigos. Hoy, como hace veinte años, cuando arrancamos colectivamente como GEES, nos enfrentamos a una amenaza existencial, el terrorismo islámico. Hoy, igual que ayer, hay una ideología que se opone a nuestros valores y que aspira a acabar con nuestra sociedad liberal y próspera. No es el comunismo, sino el islamo-fascismo.
Hoy, igual que entonces, estamos en guerra. En este caso no una guerra fría, sino otra bien caliente. Tal vez la Primera Guerra Global, sin fronteras ni ejércitos regulares, ideológica y militar, que se lucha en las montañas de Afganistán, en las calles de Bagdad, en suelo europeo y en las sombras. No hay mucha diferencia entre los túneles de Tora Bora y los del metro de Londres a los ojos de nuestros enemigos.
Nosotros creemos que vivimos en un momento clave para nuestra historia. Tal vez, incluso, estemos al final de una época. De hecho, el auge del islam, la radicalización islamista y su fanatismo violento apuntan a Occidente. Es Occidente lo que está en juego, mientras Europa se duerme en sus laureles, si es que así se puede llamar al extraño privilegio de haber dado a luz, como gran reto histórico, un entramado institucional con lujosa sede en Bruselas. Nuestro horizonte no deja de ser miope y provinciano, obsesionados como estamos por dotarnos de normas y mal llamadas constituciones. Poco importa que el mundo se acelere en otras direcciones: América, el laboratorio tecnológico; China, la fábrica barata; India, la gestión administrativa del mundo. ¿Y Europa? El museo por el que pasear.
Como suele ocurrir, los árboles no nos dejan ver el bosque. Desde que la izquierda perdió sus señas de identidad, al huir despavorido el proletariado de ella, su afán colectivista se ha transmutado en la defensa de las minorías y los marginales. No se ha perdido el hábito totalitario: en lugar de la dictadura del proletariado, lo que se busca consolidar hoy es la dictadura de las minorías, llámense independentistas, antiglobalización, alternativos, artistas o islamistas. Lo marginal se hace pasar por lo normal, lo extraño por lo natural, lo ajeno por lo nuestro. Los mitos del Capital se convierten en conceptos huecos, como el de paz universal. Todo lo que valga para minar el odiado sistema capitalista es válido.
Por eso a veces se producen llamativas paradojas, como que el orgulloso concejal gay socialista del Ayuntamiento de Madrid se encargue de constituir una agrupación musulmana para el partido socialista. Eso sí, lo hace en tierra española, porque en tierras del islam moriría en la cárcel o lapidado, como tantos otros de su orientación sexual que no tienen la suerte de poder vivir lejos de la larga mano de los imanes, los ayatolás y la ley islámica.
La izquierda es cobarde y cínica. Igual que nuestros artistas y cineastas de siempre, que se creen representantes popularmente elegidos, aunque sólo sea gracias a las generosas subvenciones del Estado que les permite trabajar (no a las urnas, y mucho menos a la taquilla), se encaraman a toda plataforma con micrófono para equiparar a Bush y a Aznar con el mismísimo diablo y despilfarran el dinero de sus productoras en limusinas y festejos en el Hollywood de los Óscar. Pero son cobardes, porque su labor nunca es clara ni directa. Marx ya lo avisó: se creen los topos que socavan el suelo bajo nuestros pies. Con la medicina actual, podríamos decir que son los virus que nos infectan.
Europa, de la mano de la socialdemocracia, el socialismo, el comunismo residual y grupos radicales y alternativos, se ha convertido en una fábrica de descreídos que, paradójicamente, creen en cualquier cosa, desde el inminente desastre climático a la alianza de civilizaciones. Aún peor, la opulencia de todas estas décadas, en las que los europeos sólo han pagado por la mantequilla mientras que los americanos lo hacían además por los cañones, ha generado una cultura hedonista del aquí y ahora que ha borrado por completo de nuestra mente colectiva ideas como el sacrificio personal, la responsabilidad por nuestras acciones o, incluso, el respeto a la familia. Por no hablar de la única fuente de futuro conocida, los hijos. Europa se muere de vieja. Y de miedo.
La izquierda dice que da igual que en España se instale un 30% de extranjeros. Y está dispuesta a convivir con comunidades musulmanas en las que su norma, la sharia, sea su código legal, no nuestros código civil y penal. Sin embargo, el tema de nuestro tiempo es cómo nos podemos relacionar con, y defender del, islam que se crece y que quiere imponerse como estilo de vida.
Nos esperan años difíciles. No contamos más que con líderes, por llamarles de alguna manera, de pensamiento débil y de maneras light. Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Juan Pablo II son ya historia, y nadie ha reemplazado aún la sombra todavía cercana de Blair y Aznar. Lo políticamente correcto es lo que dicta la izquierda, una izquierda que nunca ha creído en nosotros y que está dispuesta a vender lo que tenga por un momento de disfrute de su poder.
Hoy se escucha que los neocon están acabados, se culpa a Bush de una mala gestión en Irak. Yo no lo creo. Por una sencilla razón: porque no es posible que todo cuanto se ofrezca como alternativa ideológica sea una izquierda suicida y el tradicional cinismo de la derecha. No es el momento de pactos con el diablo, ni del diálogo con quienes nos prometen únicamente un futuro de bombas y terroristas suicidas.
La izquierda se ha convertido en el opio del pueblo, al que quiere tener entretenido con su travestismo infantil. Todo es buenismo y sonrisas. Los llamados realistas conservadores no ofrecen más que viejas recetas, cuyo fruto estamos pagando todos. No, no hay alternativa práctica a los neoconservadores, mientras no se venza al islam radical y al terrorismo. Ésa es la realidad.
Ahora bien, eso no quiere decir que nuestra elite política no vaya a cometer errores históricos y nos lleve, así, derechos al suicidio. Otros pueblos en otros momentos ya han pasado por ello, y muchos no se han recuperado. Ese es el peligro que tiene el encanto de la izquierda. Nos ciega ante los peligros del mañana.
En el GEES hemos cumplido veinte años. No nos importa tener que pasar otros veinte dando la batalla por las ideas correctas. Porque creemos que las nuestras lo son y porque hemos aprendido a tener paciencia. Mucha paciencia. Tal vez algún día la gente se pregunte: "¿Qué diría el GEES de esto?". Ya sería un enorme éxito.
Este texto forma parte de QUÉ PIENSAN LOS "NEOCON" ESPAÑOLES, una selección de escritos del GRUPO DE ESTUDIOS ESTRATÉGICOS (GEES) que acaba de publicar la editorial Ciudadela. Pinche aquí para comprarlo en el club Criteria.
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