jueves 29 de marzo de 2007
Ochenta céntimos
POR IGNACIO CAMACHO
Alos hombres de poder hay que mirarles las suelas de los zapatos. Por lo general las tienen intactas, impolutas, incólumes, apenas rozadas por el polvillo de las moquetas. Cada mañana, un automóvil blindado con cristales oscuros les recoge en la puerta de su casa y les traslada hasta un garaje con ascensor directo a la planta noble. A mediodía almuerzan en restaurantes de fama y por la tarde acuden a algún acto en el que rara vez pisan la acera. Rodeados de una corte de asistentes, no suelen llevar nada en los bolsillos -por eso les caen tan bien los trajes- y han olvidado, si alguna vez lo supieron, cómo es el trato en una ventanilla o cómo funciona un cajero automático. Desconocen el precio de la gasolina porque sus coches siempre están repostados, y cuando les apetece un café tocan un timbre y aparece un enguantado camarero que se lo sirve en vajilla de lujo. Caminan levitando sobre alfombras y un cinturón de escoltas les aísla del pulso de la calle.
No pasa nada, es así y todo el mundo lo sabe. Los tipos que deciden sobre nuestras vidas no conocen, en realidad, nada de ellas. El problema ocurre cuando pretenden aparentar ser gentes sencillas que no han cambiado bajo el peso de sus responsabilidades. Cuando blasonan de austeros y organizan bodas faraónicas o reclaman un jet de la Fuerza Aérea para llevar a Londres a la familia. Cuando presumen de talante común y tutean al interlocutor pero se saltan las colas o mandan abrir paso a los guardias en medio de un atasco. Cuando creen que el contacto con la ciudadanía se puede mantener escrutando encuestas pero olvidan que en ellas nadie pregunta el precio de un café en un bar.
De todas las evasivas respuestas posibles que estaban al alcance de Zapatero en su pregonada entrevista popular -que no toma café, que sólo recuerda la cafetería del Congreso, que suelen invitarlo allá donde va-, el presidente eligió la peor. La que destroza su estudiado empeño de parecer un ciudadano común, la que le retrata como un gobernante alejado del pálpito de la calle. A veces, la política pivota sobre esos detalles cuya nimia apariencia esconde un devastador potencial simbólico. Esos inverosímiles ochenta céntimos reventaron dos horas de respuestas ambiguas y dejaron en el público un mensaje de avasalladora simpleza: el poder, como a todos, sí le ha cambiado. Y lo puso en evidencia un hombre normal, con el rostro arado por los surcos de la vida; un hombre corriente que escarba en su portamonedas para pagarse el cortado.
Sólo por eso, el programa valió la pena. Porque fotografió, siquiera fugazmente, la zanja que existe entre la política y el pueblo. Entre la autocomplacencia del poder y la impotencia de la gente. Entre la macroeconomía y la cesta de la compra. Entre la ingeniería social y la lucha por la vida. Ese cauce poblado por millones de personas que circulan, azacaneando para abrirse paso a través de las vicisitudes de la existencia, entre las dos orillas de una trinchera de prejuicios sectarios a cuyos privilegiados habitantes no les importa la subida sideral de un humilde café.
jueves, marzo 29, 2007
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