viernes 30 de marzo de 2007
Los demonios de la conciencia
Félix Arbolí
A veces nos ofuscamos intentando complicarnos la vida sin motivo que lo justifique, ni tener en cuenta la oportunidad del momento elegido y nos olvidamos de mirar a nuestro alrededor y conocer los problemas de los demás, que en incontables ocasiones superan a los nuestros. Somos un tanto masoquistas y no olvidamos al niño que fuimos y que nunca muere aunque peinemos canas y tengamos nietos en edad de “batallar”. Nos gusta más recibir la compasión del prójimo que sus intentos por hacernos comprender que no nos ocurre nada de lo que debamos lamentarnos. Preferimos el coro de cínicas plañideras de falsos llantos y lamentaciones, que el consejo sincero del que se enfrenta sin complejos a nuestro “problema” y nos hace comprender su futilidad. Este proceder nos desagrada con frecuencia porque descubre sin ambages que el “miura” de nuestra cobardía y falta de coraje es un inofensivo choto que necesita aún la leche materna. Pasamos la cortedad de nuestra existencia sin querer enfrentarnos gallardamente a la realidad de nuestras circunstancias personales, o a la fatalidad del prójimo que podríamos aliviar con un mínimo esfuerzo. Mantenemos una lucha sin tregua en busca de lo irreal e imposible y pasamos olímpicamente ante lo variado y hermoso que nos rodea en las distintas etapas de nuestra vida, incluida esa íntima satisfacción de nuestra respuesta generosa hacia el que necesita desesperadamente nuestra ayuda. Absurda indiferencia que nos priva de conocer y gozar los muchos alicientes que nos ofrece el día a día y que constituyen un mundo de sensaciones maravillosas cuya experiencia y disfrute nos harían sentirnos enormemente relajados. El remedio eficaz contra los agoreros y aguafiestas que nos atormentan y estresan con sus rencores y pesimismos al presentarnos un panorama desolador donde no hay resquicio para la esperanza, ni sitio para la caridad. Somos incapaces de dedicar unos instantes de nuestro tiempo disponible, y es una lástima que así suceda, para extasiarnos ante una puesta de sol en esas tarde-noches primaverales, cuando el astro rey se oculta lentamente bajo esa línea imperceptible del horizonte, donde mar o tierra y cielo parecen confundirse en la lejanía, como si nuestra vista alcanzara los límites del Universo. ¿Han probado alguna vez vaciar su alma de inquietudes y funestos presagios y llenarla placenteramente con la visión impresionante del sol ocultándose a nuestra mirada para alumbrar el espléndido amanecer en un lejano lugar?. Nadie puede quedar insensible ante este prodigioso regalo del Hacedor de todo lo creado, que se repite en todos los inicios de las noches desde los albores de la Humanidad. Les puedo asegurar que me he sentido gratamente impresionado al contemplar este maravilloso espectáculo donde la sombra de la noche se va adentrando lenta e imparable sobre la anaranjada luminosidad de un sol que se difumina, mientras intenta inútilmente alargar ese día que agoniza. Ya sólo por ser espectador de esta excepcional visión merece la pena sentirse apegado a la vida, a pesar de que no sepamos valorar en toda su belleza este prodigio de la naturaleza, aunque se produce a diario, o precisamente por esta circunstancia. Cada mañana al despertarnos y sentirnos parte integrante de la realidad, no nos detenemos a considerar que somos unos privilegiados al no figurar en esa fría estadística donde se contabilizan los que han emprendido el definitivo viaje hacia lo desconocido, mientras la noche entregaba el testigo a un nuevo día en esa fatídica carrera hacia una meta que nadie desea alcanzar. Un duro maratón en el que obligatoriamente participamos todos. Sentimos el aire fresco de la mañana acariciar nuestro rostro y nos parece natural y lógico porque ignoramos cómo será la terrible sensación que sigue a la muerte. Vivimos anclados en un absurdo egoísmo que no nos permite navegar en el amplio mar de posibilidades y alicientes que se nos ofrece en el diario acontecer, si somos capaces de apreciarlo y disfrutarlo. No pensamos en esos millones de seres, incluso más jóvenes y necesarios a sus familias, que ya no sentirán la suavidad del aire sobre su rostro, ni el beso cálido del sol en estos días primaverales, porque han pasado a formar parte del mundo de lo irreal. Algunos serán recordados en la prensa a través de esas esquelas donde se destacan, en una vana presunción que nada afecta ya al difunto, sus cargos, títulos y condecoraciones. Sin omitir las bendiciones eclesiásticas con las que se pretende asegurar la felicidad del difunto en el Más Allá. Como si esos ritos sagrados obtenidos con el poder del dinero, puedan servirles de barca de Caronte para cruzar a la otra orilla y navegar por la eternidad. Una simple oración, sincera y emotiva, será más efectiva y placentera a los ojos de Dios, si se es creyente. Que si no, de nada valen rezos y responsos. Otros, solo tendrán el recuerdo de familiares e íntimos, sin que su nombre figure en las necrológicas sociales. ¡Qué más da, si todo se reducirá a polvo y acabará diluyéndose en la memoria del tiempo!. Los hay también y éstos son mayoría, los que aparecen yacentes y abandonados por esos caminos y rincones de un mundo que vive a espaldas de Dios y ausente de los hombres de buena voluntad. Los muertos de la guerra, de la hambruna, de las luchas tribales, étnicas y religiosas, de la “colonización” y explotación a lo bestia, de la droga, de las convulsiones y catástrofes de una tierra enojada con la locura y soberbia del hombrecillo que la habita y que consideramos naturales e inevitables los que no las padecemos. Todas esas víctimas a las que nuestro ciego egoísmo nos impide involucrarnos en su tragedia, volviendo la mirada cuando la televisión o la prensa nos hablan de su dramática realidad. Niños abandonados en esos perdidos caminos, que nos miran asustados y llorosos, cubiertos de mocos y comidos de moscas, con sus vientres hinchados, no por glotonería, sino por la carencia absoluta de alimentos, que no consiguen golpear nuestras conciencias y despertar nuestra humanidad. Huimos igualmente de retener las miradas angustiadas de esas famélicas madres, auténticos esqueletos con un hálito de vida, esperando resignadas que la muerte las libere de una vez de su angustia y su dolor. No queremos advertir su trágica y desesperada impotencia al ver como se escapa la vida de ambos, porque de sus flácidos y colgantes pechos hace tiempo que desapareció el necesario alimento que salve a su pequeño. ¿Y aún nos quejamos de nuestra suerte y nos aturde ese problema que muchas veces es producto de nuestra ociosidad e innecesarios caprichos?. El ciego no conoce colores ni formas, el mudo no puede articular palabras y el sordo no puede percibir sonido alguno. Ninguno de ellos puede gozar plenamente de lo que nosotros disponemos cada día, cada hora y en cada minuto. El primero no conoce la belleza, ni puede prevenirse contra la maldad. Una total oscuridad será su único horizonte mientras dure su peregrinaje por esta vida. Le está vedada hasta la sencilla y fascinante contemplación de un campo verde y florecido, cuyos aromas percibe con más intensidad que al que puede contemplarlo en toda su dimensión y policromía. El mudo no puede mantener una grata conversación, hacer una nueva amistad libre de obstáculos e incluso pretender el amor de esa mujer que está cerca y le tiene embelesado, pero a la que no se atreve a abordar por razones obvias. Normalmente vive acomplejado con su deficiencia y se convertirá en un ser huraño y retraído que buscará la soledad para evitar sentirse diferente. El sordo, está privado de oír una bella melodía, distinguir los numerosos sonidos que nos acompañan a diario rompiendo la monotonía del silencio o deleitarse con el canto alegre y relajante de los pájaros en esta nueva primavera. Verá todo bajo una extraña perspectiva, que le hará sentirse desplazado, ajeno e ignorado en cualquier reunión donde no tengan la prudencia y delicadeza de tenerlo en cuenta y amoldarse a sus dificultades. Tampoco puede sentir la inigualable sensación de oír un emotivo y enamorado “!Te quiero!”, gozando el embrujo de esta maravillosa demostración de cariño. Solo oirán sus ojos y responderán sus manos con una serie de signos imposibles de descifrar fuera de su entorno. Nosotros que gozamos la plenitud de todos nuestros sentidos, pasamos los días sin apreciar ese inigualable tesoro que nos han concedido sin méritos de nuestra parte. ¿Y aún nos quejamos por problemas y agobios esporádicos?. Debemos tener siempre presente el famoso cuento que nos descubre que el hombre más feliz del mundo no tenía ni siquiera camisa y no ignorar que muchos de los que sufren las discapacidades aludidas les dan gracias a Dios o al destino, según su particular manera de creer, por lo “mucho” que han recibido. Porque por encima de su “desgracia “saben valorar y agradecer la inmensa suerte que tienen al haber recibido la vida y continuar conservándola. Pienso que formamos parte de un gigantesco engranaje donde todos tenemos una misión encomendada, más o menos importante, pero de la que nadie puede aislarse en el conjunto. Es hora ya de desterrar de nuestras conciencias el individualismo y hacer de la vida un mar de calma chicha, donde hasta el más débil barquichuelo navegue sin la menor dificultad. Que nos ocupemos de las dificultades y padecimientos de ese lejano prójimo al que vemos sufrir y morir sin hacer nada por impedirlo y admitir de una vez que nuestros pequeños contratiempos son “peccata minuta”, comparados con los que ellos se ven obligados a padecer sin que al parecer, y perdonen mi rebeldía, ni Dios ni los que gozamos la abundancia nos dignemos redimirlos. El sol sale para todos, pero no todos participan ampliamente de su benéfica influencia, hay muchos seres que viven en una constante niebla, ausentes de esperanzas y ante un negro panorama, que nadie intenta evitar. Yo me acuso y responsabilizo de mi indiferencia ante el dolor de estos seres atormentando mi conciencia y mortificando mi memoria y en las incipientes sombras de este atardecer primaveral, mientras escribo este artículo que lo evidencia, me siento más humano y satisfecho porque me doy cuenta esta vez que en mis sentimientos prima la solidaridad sobre el egoísmo en este día que languidece.
viernes, marzo 30, 2007
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