miércoles, marzo 28, 2007

Ignacio Camacho, La coz

miercoles 28 de marzo de 2007
La coz

POR IGNACIO CAMACHO
HAY una España que va por la calle cubriéndose con la mano los genitales para que no le den una patada. Hay otra España matona y rampante, crecida y sectaria, que no sólo anda por ahí repartiendo salvajes coces de arrogancia sino que encima pretende culpabilizar a los agredidos. Hay una España acosada y empequeñecida, hostigada en su pacífico deseo de concordia, arrinconada por camadas de facinerosos que amparan su bravuconería pendenciera en la coartada fascista de la provocación. Y hay una España ventajista y acomodaticia, desaprensiva y pancista, que se acolcha en su egoísmo y mira para otro lado cuando suenan los chasquidos de los cristales rotos de la libertad.
En esa impunidad del egoísmo colectivo y de la pasividad política se amparan los energúmenos que patean los testículos del discrepante en las narices de un pelotón de guardias quietos como estatuas de ignominia. Y los reventadores de conferencias, y los alborotadores callejeros, y los aprendices de terroristas, y los niñatos que pasan del botellón a la algarada antisistema. Y los escamots que sitian a los candidatos democráticos, y los cobardes que piden desde la multitud una bomba para quienes denuncian su aislamiento social. Esa pandemia de violencia rabiosa, de encono antagonista, de inquina irracional, ha brotado de un virus de disculpa, de un cultivo ideológico de superioridad ética, de un clima de odiosa permisividad penal y de siniestra intimidación política que convierte en provocadores a las víctimas y criminaliza a los disidentes como saboteadores de la convivencia.
Son los líderes de beatífica sonrisa e impecable cuello blanco quienes sueltan a los perros de la jauría que amenaza, lincha y arremete. Los apóstoles del relativismo, los farisaicos dirigentes que cavan con frases cinceladas en rencor las fosas donde yace el consenso y crecen las serpientes de la intolerancia. Los cínicos notarios del desencuentro civil que ya no observan siquiera la hipocresía de rasgarse las vestiduras ante el exceso de sus fuerzas de choque, sino que entonan salmodias exculpatorias y acusan a los agredidos de buscarse su propia ruina. Los falsarios que miden con doble rasero moral la desgracia de quienes sufren el abuso de un poder que los excluye hasta el desamparo.
Hay una España rumiando en silencio el fracaso de un proyecto de convivencia, la fractura de un pacto de entendimiento, el quebranto de una esperanza cívica, sin el consuelo de que al menos quede patente su inocencia. Una España zarandeada entre empujones, gritos y coces, que a duras penas pone la otra mejilla para que escupan sobre ella imprecaciones de sabotaje social. Una España humillada, insultada y maltrecha a la que encima le dan, de vez en cuando, una españolísima, bárbara, goyesca, brutal, ruda, dolorosa, atávica patada en los mismísimos cojones del alma.

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