miércoles, marzo 28, 2007

Serafin Fanjul, La foto de las Azores

miercoles 28 de marzo de 2007
La foto de las Azores
POR SERAFÍN FANJUL
DICE un proverbio egipcio, que traduzco libremente -aclaro para el puntilloso filólogo de guardia siempre al acecho- que «Hasta que no cae el toro, nadie se atreve a rematarlo». En estos instantes, el español medio con una vaga adscripción política asiste perplejo a la valerosa cacería que intentan urdir, enviscando perros y tocando fuerte el trombón, contra el anterior presidente del gobierno, varios personajes más conocidos por sus gestos histriónicos que por la eficiencia demostrada en el desempeño de sus funciones. Unos eluden dar la cara pero dirigen la operación y azuzan la jauría, otros que se pretenden mastines se quedan en gozquejos. Piden el procesamiento de José María Aznar en un país donde la igualdad ante la ley es una entelequia sometida a la arbitrariedad del gobierno actual (los recientes casos De Juana y Otegui nos han cubierto a todos de vergüenza e ignominia, no sólo a los fiscales y jueces, con su presidente Rodríguez capitaneando la facción), o en el que la seguridad jurídica depende igualmente del abuso oportunista de las instituciones por parte del poder político (detención ilegal de militantes del PP como secuela de la imaginaria agresión a Bono: no es el único ejemplo); mientras, juristas adictos y políticos conniventes solicitan sin tregua limitar la autonomía de los jueces y a lo que se ve, lo consiguen.
Obviamente, cualquier ex presidente puede ser encausado -alguno, incluso, debería serlo- si hay indicios de la comisión de delitos, pero en el caso de Aznar el motivo aducido es... la guerra de Iraq; es decir, una decisión de naturaleza política dentro de las funciones y atribuciones del cargo, y concretada en un mero apoyo moral a la intervención norteamericana. Es todo tan sabido que sonroja repetirlo, aún brevemente: el minúsculo contingente español llegó después de la guerra para contribuir a la pacificación, como los de otros treinta y cuatro países y con mandato de la ONU; la resolución 1546 del Consejo de Seguridad fue votada por el gobierno de Rodríguez; los soldados españoles no participaron en acciones ofensivas... A un ex presidente sin Gales ni Filesas, ni modo de exhumárselas, se le buscan las vueltas por una decisión política, salpimentando la ensalada con insultos a granel («Forajido», dijo el fino sucesor de Julio Anguita; «asesino» es el término usual de manifestantes más o menos subvencionados y entusiastas de cuanto tirano tercermundista pulula por el Globo).
Tres son los objetivos de tan burda maniobra: distraer la atención de nuestro principal problema del momento (la rendición ante la ETA) mediante una campaña de intoxicación en los medios de comunicación afines al gobierno, que son casi todos los de cobertura nacional (dicha sea sin perdón tan peligrosa palabra), llegándose a esperpentos como el de la ministra de Cultura que, interpelada por la bellotil pornografía anticristiana, sale por los Cerros del Kurdistán, contestando con Iraq y nada de lo que se le pregunta, ante todo la consigna; reducir el impacto electoral que entre los españoles están teniendo los besuqueos con los terroristas y sus voceros; y criminalizar personalmente y con mucho ruido -aunque sepan que en ningún caso se va a producir tal procesamiento- a José María Aznar para descalabrarle definitivamente, pues saben que sigue siendo la figura con más arrastre popular de su partido. Y que me perdonen Rajoy y otros postulantes, pero las cosas son como son. Algo perfectamente conocido por la pléyade intelectual que comanda el partido gobiernista.
En la guerra propiamente dicha y en la cruda pacificación -por cierto, los datos de las encuestas de opinión, en Iraq, que ofrece The Times difieren diametralmente de los que airean la TVE socialista y el grupo Prisa- se cometieron serios errores; el primero, americano, no haber realizado la invasión con el triple de hombres y medios a fin de sofocar desde los inicios los primeros brotes de terrorismo, sellando las fronteras para cortar la entrada de islamistas, secreto a voces que conocen todos los analistas y expertos militares; haber insistido tanto, pasando de lo cargante a lo cómico, en la frasecita «armas de destrucción masiva», cuya existencia fue segura durante mucho tiempo por la evidente razón de haberlas utilizado Saddam Husein contra la población iraquí; en el plano de la opinión pública de ámbito español, echamos de menos en 2003-2004 un despliegue informativo, sobrio y medido, pero esclarecedor para memorias febles de cuál fue la actuación del gobierno socialista en la guerra de 1991, cuando González fungía de portavoz y palmero del Pentágono (por ejemplo, en el caso del refugio subterráneo en que perecieron ochocientas personas, un «accidente», que diría Rodríguez), o cuando Benegas, a propósito del uso masivo de las bases de Rota y Morón para lanzar los bombardeos en alfombra de los B-52, sentenció: «El gobierno no es quién para informar de la utilización de las bases» (6 - 2 - 91). Con razón su epígono Rodríguez no acierta a distinguir o definir soberanía, nación («algo discutido y discutible») o patriotismo («hacer lo que la gente quiere»).
Falló la explicación a los españoles. Aunque Aznar lo hizo personalmente en varias ocasiones, asumiendo todo el peso de la responsabilidad, las gentes de su partido -no todos- andaban «disfrazados de noviembre para no infundir sospechas» (Gracias, Lorca), de perfil y con paso quedo. De hecho, fue la intervención de Aznar, la suya personal, la que salvó las elecciones de 25 de mayo de 2003, pero no era fácil convencer a una sociedad absorta en lo inmediato, inhibida de compromisos exteriores y para la cual las guerras se reducen a las maquinitas matamarcianos. Debieron decir con claridad las cosas (ventajas y riesgos, costes y objetivos) pero temieron hacerlo. Una sociedad en la que acababa de suprimirse el Servicio Militar -medida desacertada, a mi juicio, al menos en aquel momento: ¿quién se acuerda ya?-, con un obvio mensaje subliminal (la defensa nacional no es un asunto que os concierna, lo vamos a resolver con mercenarios), de repente se ve involucrada -o así lo percibió, aunque no lo estuviera en la práctica- en una guerra a cuatro mil kilómetros. Y con un sector numeroso de la población, siempre heroico, que no sólo teme sino que odia la mera posibilidad de desempeñar un papel de peso y primera línea en la esfera internacional. Les gusta encanallarse en el masoquismo, pero como eso es difícil de reconocer, ignoran sistemáticamente hechos bien visibles y así lo mismo se olvidan del 11 de setiembre en Nueva York o repiten como loros la fantástica cifra de 600.000 muertos en estos cuatro años, que silencian quienes son los culpables reales de las muchas víctimas producidas. Por consiguiente, los terroristas islámicos, sobre todo sunníes, autores de la inmensa mayoría de los asesinatos, se maquillan piadosamente de «terrorismo internacional» o de «violencia sectaria», si bien se resalta con todo lujo de detalles el decorado del escenario que componen las tropas americanas, sugiriendo que los americanos se beben el petróleo de balde, en barra libre y sin pagar un cuarto. Premio a la seriedad.
Si por mi gusto fuese, los soldados españoles no traspasarían nuestras fronteras un milímetro, pero ése es el punto de vista de un particular. Otra cosa muy distinta es lo que puede y debe hacer un presidente del gobierno consciente de sus obligaciones y leal con los compromisos internacionales adquiridos por gobiernos anteriores y sabedor de que el oropel y el relumbrón ni siquiera serían para él sino para su sucesor, pues, por voluntad propia, le quedaba un año de mandato. En nuestra opinión -lo he dicho en otras ocasiones y lo reitero en un instante adverso- José María Aznar hizo lo que debía, lo cual no es poco tratándose de un presidente del gobierno de España, atendiendo al peso específico de nuestro país y nuestras posibilidades. La pertenencia a la UE y a la OTAN tienen un precio, el paraguas americano (por ejemplo, frente a la agresividad y chantajes marroquíes) también. Desde la muerte de Carlos III -recordamos que acaeció en 1788- España no ha hecho sino caer en picado, en una larga agonía de imperio en disolución. Tal vez Aznar estimó que ya era hora -sirviéndose de la fortaleza económica, también obra suya- de parar la caída y empezar a reclamar el puesto que nos corresponde, algo odioso por incomprensible para tantos vividores que disfrazan de pacifismo su inhibición y buena siesta. Quienes pensamos que los árabes son sujetos de los mismos derechos civiles y políticos que nosotros, sin coartadas culturalistas (y de las mismas obligaciones, claro), consideramos que la erradicación de la tiranía del Baas constituía un eslabón indispensable en una larga cadena para la democratización del mundo árabe. Una cadena que terminará en torno a nuestros cuellos si no somos capaces de pulverizarla.
SERAFÍN FANJUL
Catedrático de la UAM

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