jueves, marzo 29, 2007

De la CEE a la UE, 50 años de inmovilismo

jueves 29 de marzo de 2007
De la CEE a la UE, 50 años de inmovilismo
ESTEBAN ARLUCEA /PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UPV-EHU

Un 25 de marzo de hace medio siglo se firmaba en Roma el llamado, y por estos días objeto de celebración, tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea. Espacio conocido hoy como Unión Europea y que, salvo denominaciones y miembros, poco ha alterado su configuración originaria. Sin embargo, oyendo las declaraciones de sus dirigentes y demás adláteres parece que la realidad sería bien otra. En efecto, los días previos hemos podido escuchar manifestaciones ensalzando la magnitud y trascendencia de esa nueva forma de relación interestatal que comenzaron seis Estados europeos y que, al día de hoy, alcanza ya a veintisiete. Alabanza, como digo, pero también, desde otros sectores, críticas en nada marginales a la idea fundacional con la que se apertura el tratado para promover un desarrollo armonioso y equilibrado de las actividades económicas.Esta finalidad primordial es el dogma intemporal e inmutable que ha regido la vida de las Comunidades durante estos cincuenta años. Y si cincuenta años no son nada siguiendo la letra de la famosa canción, en el mundo del Derecho y en una Europa que no ha conocido a lo largo de su historia mayor periodo sin derramamiento de sangre, indudablemente sí. Su escasa permeabilidad a las evoluciones de sociedad y constituciones se ha limitado a introducir preceptos más dirigidos a tranquilizar conciencias políticas que a democratizar con mayúsculas la organización supraestatal que supone, de modo que las deficiencias originarias derivadas de una visión unilateralmente económica permanecen presentes en la actualidad, si no de derecho (que, aunque diluidas, también), a no dudarlo, de hecho, no obstante haberse manifestado la superación de esa primigenia Europa de los comerciantes por la Europa de los ciudadanos mediante la eliminación de la referencia 'económica' de su denominación y la apuesta por la ciudadanía europea. Las tachas de déficit democrático, de insuficiencia de derechos, de distancia entre esa nueva administración y sus administrados y la excesiva preocupación por perpetuar un modelo socioeconómico determinado perduran hasta nuestros días y, al parecer, persistirán al socaire de las renovadas declaraciones de la presidenta del Consejo, la alemana Angela Merkel, para reeditar otro segundo proyecto de Constitución que, aprendiendo de las dificultades del ya difunto de 2004, logre ser ratificado por los Estados, esta vez vía parlamentaria y no mediante referéndum tras las amargas experiencias francesa y holandesa.Y si, en efecto, nada hay que objetar a su labor en cuanto realidad que ha propiciado un inusual periodo sin guerras entre sus miembros dando, de este modo, la razón a las palabras de un ministro francés de Asuntos Exteriores (Schuman) que veía, allá por 1950, el origen de las últimas contiendas europeas en la existencia de bloques comerciales antagónicos, sí son muchas las objeciones que desde una perspectiva netamente humanística cabe realizar. Singularmente dos: la denunciada escasa legitimidad democrática del modelo y la insuficiencia en el reconocimiento de derechos de los ciudadanos. Ambas tan presentes en la actualidad como lo estuvieron en la letra de los tratados de hace cincuenta años.Respecto a la primera, las encuestas a pie de calle que hemos vivido han puesto de relieve el desconocimiento y desinterés ciudadanos por la Unión Europea. En un momento histórico de cada vez mayor relatividad espacial, Bruselas continúa estando muy alejada de sus administrados y éstos la perciben, en el mejor de los casos, como algo que está ahí, pero ignorando el para qué del inmenso gasto que (éste sí) se intuye. Los bajos porcentajes de participación en los comicios europeos hablan por sí solos. Abstención alimentada, a su vez, por la falsa e interesada disyuntiva 'eficacia versus democracia', que inclina la balanza hacia la primera so pretexto de no obstaculizar una economía que, como decía el proyecto de tratado constitucional de 2004, debía ser altamente competitiva. Ésta, en un mundo de globales deslocalizaciones, mal se conjuga con unas decisiones parlamentarias de por sí lentas, tediosas y muy posiblemente hasta influidas por el ingente número de 'lobbies' afincado en Bruselas. El poder del pueblo (el 'demos cratos'), la voluntad popular, continúa siendo algo adjetivo al verdadero proceso de construcción europeo.Pero si lo anterior justificaría ya de suyo reorientar las bases del citado proceso, la situación en cuanto al reconocimiento y protección de derechos y libertades no es más halagüeña. Afirmación realizada pese a contar desde diciembre de 2000 con una Carta de derechos fundamentales que viene a sumarse a los netamente vinculados a la construcción de un espacio económico común y, en cuanto tales, amparados por los tratados fundacionales de las Comunidades: libertad de circulación de mercancías y trabajadores, derecho de propiedad, libertad de establecimiento y de circulación de capitales y pagos. Como se ve, no estuvieron ausentes en la mente de los 'péres fondateurs' aquellos derechos y libertades necesarios para la autorreproducción económica del sistema a instaurar. Sin embargo, si ello pudiera contar con justificaciones suficientes en el marco de una Europa devastada por la II Guerra Mundial, la que miraba al nuevo siglo XXI demandaba otras soluciones más acordes con esa Europa de los ciudadanos que tan en boga comenzó a estar tras las reformas de los tratados de los noventa (Maastricht, Ámsterdam y, ya en el 2000, Niza).Y, a mi juicio, la posibilidad de avanzar hacia unos derechos sociales y de solidaridad que culminó con la aprobación por el Consejo de Niza de esta Carta, se redujo a proclamar meros lugares comunes ya asentados en las tradiciones constitucionales de sus países miembros y en la jurisprudencia. Todo ello, además, limitado por un ambiguo precepto que impide que la citada Carta cree competencia o misión nueva alguna a la Unión, hecho que ha introducido en el debate no pocas fundamentadas dudas sobre el valor jurídico de los mismos.

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