miercoles 28 de marzo de 2007
La entrepierna de Aguirre
POR M. MARTÍN FERRAND
LA excitación callejera que ha impulsado la acción política de José Luis Rodríguez Zapatero -solo o en compañía de otros- ha derivado en una España vocinglera; algo que entronca con las más viejas tradiciones patrias, pero que ya parecía superado como mejor fruto de la Constitución del 78. El problema es ahora que, despertado el guerracivilismo estentóreo, algunos ya pasan de los gritos a los hechos. Que se lo pregunten a Antonio Aguirre, viejo militante del socialismo vasco, que acaba de experimentar ese tránsito de las amenazas a las agresiones en el punto anatómico en el que muchos tienen centrada su inteligencia; bastantes, su dignidad y algunos, sencillamente, sus genitales.
En su condición de vocal del Foro de Ermua, Aguirre fue agredido mientras en compañía de media docena de compañeros reclamaba la libertad que vienen demandando para el País Vasco. Algo tan legítimo como valeroso. Sus agresores actuaron impunemente mientras la Policía autonómica asistía impertérrita a tan lamentable espectáculo: un nuevo escalón en la espiral de ruptura que pretenden los nacionalistas, propician los Gobiernos -el autonómico y el nacional-, asume una mayoría ciudadana y sirve a los intereses de ETA y su brazo político. Para mayor alegoría, el tumulto, la presencia motora de Batasuna y la agresión se produjeron ante la sede del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco: uno de los diecisiete «supremos» alumbrados por el Título VIII para darle cercanía y quitarle certeza a la Justicia.
Además del paso cualitativo que significa la agresión a Aguirre -actualmente expedientado por su partido, el PSE-, es significativo el grito simultáneo que proferían los energúmenos que acompañaban a su agresor: «¡hijos de puta, iros a España!». Lo de la maternidad mal atribuida entra de lleno, con conflicto o sin él, en la mala educación en la que cuaja, de viejo, nuestra convivencia. No es una prerrogativa independentista. Pero ese «iros a España» emitido en una calle de Bilbao resulta sintomático. No supone una marca territorial, que sería concordante con la saña separatista. Indica el desprecio, como cuando se manda a alguien a la mierda, hacia una Nación a la que, de momento, pertenecen y que, si en la locura de los tiempos, llegara a ser un Estado vecino, habría sido el germen y fundamento de un territorio inequívocamente español en sus esencias y en sus protagonismos históricos.
Mal síntoma supone la agresión que hoy ponderamos. Una democracia a palos es algo tan inconcebible que acredita a quien la luce y esgrime. La entrepierna de Aguirre merece una sentida inscripción. Algo así como «aquí culminó el despropósito de la política autonómica de Zapatero y murió la esperanza de salvar al enfermo vasco con cataplasmas de buen talante». Afortunadamente quedan vascos que, como Antonio Aguirre, no han perdido ni la memoria ni el oremus.
miércoles, marzo 28, 2007
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