lunes, julio 30, 2007

Ignacio Camacho, Maestros de la lentitud

martes 31 de julio de 2007
Maestro de la lentitud

POR IGNACIO CAMACHO
LO clásico es aquello que permanece cuando la moda se olvida, por debajo de la trivialidad de lo efímero, por encima de la alharaca novelera, gracias al valor perdurable de la esencia. El moderno cree que lo es porque supera el clasicismo a través de un arrebato pasajero, pero su modernidad no quedará contrastada hasta que aguante la revisión de un tiempo que lo dejará antiguo. Entonces, será clásico o no será, porque no hay nada más caduco ni obsoleto que un moderno pasado de moda. Los verdaderos clásicos fueron en su momento modernos capaces de resistir el impacto de la coyuntura para trascenderse a sí mismos hasta convertirse en modelos de un pensamiento, de un arte o de una ética.
Ingmar Bergman era un clásico. El trepidante ritmo visual de la contemporaneidad no ha hecho sino realzar la elegancia intelectual de su cine lento y contenido, de su distinguida mirada alzada a los cielos rojizos de la duda en busca de la metafísica del silencio. Más que un narrador, era un filósofo; sus películas carecían de la compulsiva agitación de las imágenes que caracteriza el cine posterior porque buceaban en la intimidad del ser y exploraban los abismos de la conciencia. Fue un maestro que ayudó a esculpir la sensibilidad de una generación y elevó a categoría de arte la pausa, la reflexión y el sosiego.
Algunos adalides de la posmodernidad lo caricaturizaron como un cineasta arqueológico y soporífero, llegando a catalogar sus obras con los guarismos -5 y 10- que denotan el efecto narcótico de los ansiolíticos y tranquilizantes. Pero cuando todo el fragor agitado y vertiginoso del cine actual caduque en medio de un estrépito de agotamiento, el estilo inmarcesible de sus largos planos eternos y desnudos quedará como patrón ejemplar de una búsqueda honesta y rigurosa de la excelencia, de la singularidad y de la belleza que anida en los pliegues secretos del alma.
Hasta el final mantuvo un elegante y discreto refinamiento moral. Un portavoz de la familia dijo ayer que el cineasta sueco murió «plácidamente» en su isla báltica, como no podía ser de otra manera en el hombre que exploró con la imagen el tránsito sereno de la vida y de la muerte. Como la enferma terminal de «Gritos y susurros», como el caballero que en «El séptimo sello» jugaba una partida de ajedrez con la Parca en un medievo amenazado por el castigo de la epidemia, el velo de su existencia se bajó suavemente en un discreto fundido monocolor que simboliza la abstracción del más allá. Y como aquel personaje mudo que recuperaba el habla para pronunciar el fúnebre «consumatum est» de un final presentido, el viejo gigante pelirrojo debió cerrar sus ojos claros ante la inmensidad del infinito. En un mundo poseído por la prisa, la premura y el apremio, Bergman descubrió y mostró el mérito de la búsqueda paciente de la perfección. Su epitafio podrían ser unas palabras de Milan Kundera, otro excéntrico rebelde: «En la matemática existencial, el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria, y el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido».

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