martes 31 de julio de 2007
PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA
La caída del Gran Inca
Por Fernando Díaz Villanueva
La de los incas fue la más avanzada, exquisita y admirable de las civilizaciones prehispánicas. Sus dominios iban de Ecuador a Argentina, y estaban bien comunicados por una vasta red de caminos. Poseía grandes conocimientos de agricultura, arquitectura, medicina, astronomía…, y, aunque no conocía la rueda ni la escritura, se atrevía con elaboradísimos relieves y trepanaciones.
Adoraban al sol y se consideraban sus hijos. Eran guerreros implacables y practicaban el comercio con gran aprovechamiento. Los pueblos de América del Sur les temían y ensalzaban a partes iguales, y los que no habían caído bajo su influencia no hubieran tardado mucho en hacerlo.
Pues bien: ese fabuloso imperio, en los confines del mundo conocido, fue conquistado en tan sólo media hora por, exactamente, 180 españoles, al mando de Francisco Pizarro.
Este Francisco Pizarro era el modelo del conquistador de oficio: natural de Trujillo, hijo de un soldado del Gran Capitán, primo de Hernán Cortés, tenía un carácter intratable. Ya metido en años, supuraba ambición por todos los poros de su piel. La gesta de Pizarro es, junto a la de Cortés, la más grande que jamás haya llevado a cabo un hijo de la Piel de Toro. Cómo pudo hacerlo tan rápido es algo que los historiadores llevan siglos estudiando y discutiendo. El hecho es que, aunque hoy pueda parecer chocante decirlo, Pizarro, a diferencia de su primo de Medellín, llegó tarde a casi todo; hasta a rendir un imperio.
En 1524 Pizarro tenía cerca de cincuenta años y llevaba la mitad de su vida zascandileando por América. Había navegado por la costa de Colombia con Alonso de Ojeda, y más tarde se apuntó a la expedición de Núñez de Balboa que terminó dando con las costas del Mar del Sur, es decir, del Océano Pacífico, aunque ese nombre se lo terminaría poniendo Magallanes a miles de kilómetros de allí. Sus idas y venidas por el Caribe y la llamada Tierra Firme le habían llevado a fijar su residencia en Panamá, donde llegó a ser gobernador y encomendero de pésima fortuna.
Allí, en el corazón de América, oyó hablar de las fabulosas riquezas de un imperio situado en el Mar del Sur, a no muchas jornadas de viaje de Panamá, en una tierra aún sin explorar. El único que la conocía, Pascual de Andagoya, que había navegado por sus aguas en 1522, la llamaba Birú porque, según parece, uno de los caciques que se encontró atendía por ese nombre. El hecho es que Andagoya, que, como buen vasco, era un poco fanfarrón, no había llegado ni a las puertas del imperio en cuestión. Pero con Birú se quedó; un Birú que, andando el tiempo, se transformaría en Perú. Del cacique nunca más se supo.
Pizarro quería conquistar Birú y hacerse con sus tesoros, que estimaba muchos, muy valiosos y al alcance de la mano. El problema es que estaba sin blanca y no tenía cómo financiar la operación. Se asoció entonces con Diego de Almagro, un trotamundos castellano tan sediento de oro como él, y con Hernando de Luque, cura y capitalista de la expedición.
La primera correría del tándem Pizarro-Almagro por los mares del Sur fue un desastre. Sólo dieron con indios miserables y belicosos. Pizarro casi se muere de inanición varado en una isla –que pasó a llamarse Puerto del Hambre–, y Almagro perdió un ojo por una mala pedrada que le arrojó un indio en otro islote, al que bautizó, cómo no, Puerto de las Piedras. Nuestros conquistadores fueron gente osada, pero no muy originales poniendo nombres.
A pesar de todos los sinsabores, no se amilanaron y armaron una nueva expedición. Esta vez el enemigo lo iban a tener en Panamá. Para evitar exponerse a mayores peligros, Pizarro envió al sur una carabela con Bartolomé Ruiz al timón, para tantear el talante de los indios que fuese encontrando. Ruiz capturó a seis de ellos e informó a Pizarro de todo lo bueno que había visto allá abajo, cerca de un puerto llamado Tumbes que, éste sí, pertenecía a los dominios del Inca. Pizarro lo dio por hecho y mandó a Almagro de vuelta a Panamá para reclutar los efectivos necesarios para la conquista. Se quedó esperando en la Isla del Gallo, frente a la costa del actual Ecuador.
En Panamá habían cambiado las cosas. Pedrarias Dávila, antiguo gobernador, había sido enviado a Nicaragua, y en su lugar el Rey había colocado a Pedro de los Ríos, que no simpatizaba ni con Pizarro ni con su proyecto de conquistar el lejano y medio imaginario Birú. El gobernador retuvo a Almagro y envió dos navíos para recoger a Pizarro y a sus hombres.
Como era de esperar, el trujillano se negó en redondo y, ante los emisarios del gobernador, desenvainó la espada y trazó sobre la arena de la playa una línea, tan recta y tan cortante como el florete que la había dibujado. Acto seguido miró a sus hombres y les dijo con solemnidad: "Por este lado se va a Panamá, a ser pobres; por este otro al Perú, a ser ricos. Escoja el que fuere buen castellano lo que más bien le estuviere". Trece decidieron ser buenos castellanos, y ricos. Los "trece de la fama", que en realidad fueron catorce, porque Bartolomé Ruiz también se a apuntó a lo de los incas, aunque hubo de regresar a Panamá a por refuerzos.
Descendieron por la costa hasta Tumbes, donde fondearon. Para evitar riesgos innecesarios y asegurarse de que los incas ataban a los perros con longaniza, Pizarro envió una avanzadilla al mando de Pedro de Candía, que a su regreso se deshizo vivo rememorando las riquezas que había visto en tierra. Para Pizarro, no había mucho más que discutir. Levó anclas, puso rumbo a Panamá... y de ahí a España, a buscar al Rey para capitular la conquista ante él. Carlos I se encontraba en Italia, coronándose por segunda vez como Rey de Romanos, por lo que fue Isabel de Portugal, la reina, quien firmó las capitulaciones, en Toledo y el 26 de julio de 1529.
La Reina fue generosa. Si ultimaba al Imperio Inca, Pizarro sería gobernador, capitán general, adelantado y alguacil mayor de la Nueva Castilla, que es como se pasaría a llamar Birú al día siguiente de ser conquistado. Para su socio Almagro sólo consiguió la plaza de Tumbes y el título de hidalgo, una puñalada que sería la causa de las desgracias que se abatirían sobre los españoles tras la conquista. Antes de abandonar España, Pizarro pasó por su pueblo para recoger a tres hermanos y a unos cuantos paisanos, cuya lealtad, digamos, sanguínea le sería de gran ayuda en los momentos difíciles.
A finales de enero de 1531 Pizarro estaba de nuevo listo para emprender la última y definitiva expedición. Almagro se quedaba en Panamá reclutando nuevos efectivos, para reforzar a Pizarro cuando éste se encontrase cara a cara con los incas. Bajó con tres naves hasta Tumbes y desembarcó. Allí pudo comprobar dos cosas: una, que Pedro de Candía había mentido como un bellaco: Tumbes, en realidad, era un villorrio innoble y arrasado; y dos, que los incas se encontraban en plena guerra civil. Indagando sobre el terreno, se enteró de que el gran inca Huayna Cápac había muerto y de que sus dos hijos, Huáscar y Atahualpa, peleaban por la corona. La historia de siempre, igualito a lo que sucedía en Europa cuando un rey moría sin testar o testando mal.
La papeleta de Pizarro era de aúpa. Tenía que arrebatar el imperio no a uno sino a dos pretendientes; para colmo, él tenía apenas doscientos hombres y los incas contaban por decenas de miles sus soldados. Por no hablar de que él no tenía ni idea de dónde estaba y los otros combatían en casa. En circunstancias normales –o si hubiera sido francés–, Pizarro habría dado la vuelta y esperado a que las tornas cambiasen, o a que otros emprendieran la conquista para, después, arrebatársela. Pero la conquista de América no supo de circunstancias normales y, por suerte para los americanos, no fue cosa de franceses.
Pizarro abandonó Tumbes y se dirigió al interior, donde fundó San Miguel, la primera ciudad española en territorio inca. Atahualpa, que iba ganándole la guerra a su hermano, empezó a inquietarse, y más cuando se enteró de que los barbudos no se detenían ante nada. Vivían del país, es decir, de lo que iban encontrándose por los pueblos, procurando, eso sí, dejarse la retaguardia tranquila.
Fue entonces cuando Atahualpa cometió su primer, único y definitivo error. Envió una embajada a Pizarro con regalos y comida para citarle en la sierra, en la ciudad de Cajamarca. Allá se dirigió el extremeño con todos sus hombres, entre los que se contaban sus hermanos y el joven Hernando de Soto, que había venido desde Nicaragua para participar del botín.
Pizarro aceptó el envite y puso rumbo a los Andes, transitando por los mismos caminos que hacían del Imperio Inca uno de los lugares mejor comunicados de la tierra. A mediados de noviembre llegó a Cajamarca. Atahualpa no estaba muy lejos, a unas pocas millas, a las afueras, esperando que los españoles cayesen en la trampa. La trampa, sin embargo, no era para Pizarro, sino para él; pero eso no podía siquiera imaginárselo. Al día siguiente, el Gran Inca hizo su entrada en la ciudad. Iba en litera de oro, flanqueado por los nobles del imperio y acompañado por unos cuarenta mil indios armados. Casi nada. Para echarse a temblar.
Ante semejante boato, Pizarro no pestañeó. Tenía un as en la manga que iba a descubrir en el último momento. De tantos años que llevaba en América, sabía mucho de los indios. Sabía, por ejemplo, que tenían auténtico pavor a los caballos y a las armas de fuego. Sabía también que, para ellos, el jefe era algo parecido a un dios. Sin jefe no había resistencia, y sin resistencia la victoria estaba garantizada. Estas enseñanzas las aplicó en la encerrona de Cajamarca con el infeliz Atahualpa, que venía muy sobrado a leer la cartilla a los intrusos barbados y gigantones que llegaban del mar.
La comitiva del inca avanzó lentamente hasta detenerse en la plaza principal de Cajamarca. Allí se produjo un breve diálogo; de besugos, naturalmente. Pizarro envió al fraile Vicente de Valverde para que conminase al emperador de los incas a abrazar la fe católica. Atahualpa, más crecido que nunca, tomó el Evangelio y lo tiró al suelo, y pidió a uno de los españoles que le diese su espada. No se dijo nada más. Pizarro dio la orden, y un disparo de falconete marcó la carga de la caballería, al grito de "¡Santiago!". Dos en uno: pólvora y caballos. La estampida de la indiada fue inmediata. Ninguno había visto un caballo en su vida, y el sonido del falconete era poco menos que ensordecedor para sus virginales oídos.
De las calles colindantes salieron los jinetes, que mataron a todo el que tuvieron a mano menos al Inca, que estaba protegido por Pizarro. "Que nadie hiera al indio so pena de la vida". Y nadie le hirió. Y así, en apenas media hora, el Hijo del Sol, el Sapa Inca Atahualpa, cayó prisionero de un hidalgo de Trujillo que había recorrido medio mundo con el único objetivo de destronarle.
Pocas veces la suerte ha acudido tan presta en auxilio de la audacia. Era 16 de noviembre de 1532, y el glorioso Imperio Inca, el mismo que había sometido a todas las tribus desde Ecuador hasta Chile, escribía su última línea en la historia.
El Inca ofreció un generoso rescate por su persona: una sala llena de oro y dos llenas de plata. No entraba en los planes de Pizarro soltar al indio, pero a nadie le amarga un dulce, y menos que a nadie a un conquistador español... cuando ese dulce es de oro y plata. Atahualpa satisfizo el rescate, pero no le liberaron: le ejecutaron unos meses después, en la misma plaza donde había sido apresado.
Sólo quedaba apaciguar el país y tomar el "ombligo del mundo", que es como los incas llamaban a su capital: Cuzco. Las dos cosas fueron hechas con una rapidez inusual entre españoles. En marzo de 1534 Cuzco fue españolizada, y la débil resistencia indígena se volatilizó.
Dos meses antes había llegado a Sevilla la primera remesa de oro peruano: 153.000 pesos, que fueron depositados en el aposento del Rey de la Casa de Contratación. Perú iba a ser el principal proveedor de metales preciosos de la Real Casa durante siglos; un oro que, al decir de Quevedo, "[nacía] en las Indias honrado, donde el mundo le acompaña; viene a morir en España, y es en Génova enterrado".
Los frutos de la conquista se pusieron de este modo al servicio de la familia Habsburgo, que ni era española ni tuvo nunca intención de serlo, pero que extrajo de España hasta la última gota de su sangre; y aún estamos pagando sus facturas.
El 6 de enero de 1535 Francisco Pizarro en persona fundó, junto a la costa, la Ciudad de los Reyes, más conocida como Lima. Fue el broche final a una campaña que había durado apenas cuatro años.
A la gloria le sucederían la traición y las querellas entre los conquistadores. Pizarro ejecutó a Almagro: le decapitó en la plaza de Cuzco, tras haberle agarrotado con un torniquete. El hijo, Almagro el mozo, se tomó cumplida venganza y asesinó a Pizarro en el Palacio del Gobernador de Lima. Hoy, en ese mismo lugar, se levanta la llamada Casa de Pizarro, que es la sede del Gobierno de la República del Perú, arquetipo de la nación mestiza, legataria de dos imperios, tan de Atahualpa como de Pizarro, tan hispana como americana.
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