lunes, julio 30, 2007

Irene Lozano, En busca del bien comun

martes 31 de julio de 2007
En busca del bien común
POR IRENE LOZANO
Tiene mucha más enjundia de lo que parece la disyuntiva entre abanico y aire acondicionado, las dos únicas alternativas para refrescarse que se pueden plantear con honradez. El ventilador no merece considerarse: un trasto de cuando no había trasteros, un aparato que no hace descender la temperatura, si acaso aleja a las moscas y pone al aire caliente a girar sobre sí mismo en una espiral de llamaradas. Una estafa, vamos.
El dilema es éste: abanico o aire acondicionado. El abanico, pese a sus años, es un objeto auténticamente posmoderno, por individual y portátil. No nos obliga a permanecer inmóviles en el interior de un local, al contrario, nos promete una vida sin ataduras, y un plan de refrigeración personalizado, sin compromiso de permanencia. Si va una a cenar a un restaurante al aire libre, con llevar el móvil y el abanico lo tiene todo. Como el teléfono, el abanico permite conectarse, aunque concebirlo para ese fin equivale a aventurarse por los meandros del malentendido. De repente coinciden en una mesa un caballero clásico y una muchacha posmoderna que maneja con brío su abanico, ignorante de su lenguaje. Cuando sube la temperatura ambiente, la incauta lo agita con rapidez, pim, pam, pim, pam, para mitigar el sofoco. ¿Qué interpreta el caballero español? Pues lo que solía: que ella le ama con intensidad. Entonces él despliega su estrategia de cortejo, sube un tono la voz, acerca el cuerpo y hace, en fin, todos esos movimientos de los mamíferos en busca de apareamiento que merecerían un reportaje de National Geographic. La chica se queda paralizada y súbitamente, de puro desconcierto, deja caer el abanico violentamente. ¿Qué piensa su interlocutor? Pues lo de siempre, que ella le está diciendo: te pertenezco. Y para qué queremos más. Ese nudo no hay quien lo deshaga.
Esto jamás ocurriría con el aire acondicionado, un artilugio más bien moderno e ilustrado, que nos reconcilia con la idea de progreso y nos permite creer en el bien común, al menos en aquellas oficinas donde se logra alcanzar un consenso sobre la temperatura, si las hay. Como todos los sueños de la modernidad, produce monstruos, verbigracia, ese jefecillo sobrado de calorías que insiste en custodiar el mando a distancia del aire para mantener la temperatura a 18º. Es ese tipo de hombre que controla el mando porque no puede controlar la gula y que hubiera hecho un gran papel como kapo de Dachau. Cuando el populacho femenino, que suele ser más friolero, amenaza con amotinarse lo acalla minando su moral: lo que os pasa es que estáis anoréxicas, dice. Y punto. Y no se habla más, porque ya se sabe que las derivas totalitarias de la modernidad nos han dejado sin respuestas.
El riesgo es evidente, pero una, que tira a antigua y pertenece a la muchedumbre aterida y sufragista, se inclina pese a todo por el aire acondicionado democrático. Requiere, como siempre, unos consensos mínimos: ni por debajo de 22º ni por encima de 26º. Y sobre esa base, pues lo típico: transparencia informativa sobre la temperatura y alternancia en el uso del mando.

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