lunes 30 de julio de 2007
JOSÉ VILAS NOGUEIRA CATEDRÁTICO DE CIENCIAS POLÍTICAS
memoria de los días
Política, ajedrez y póquer
De pequeño jugué algo al ajedrez. Nada impresionante, desde luego. Aprendí yo solo. Y tardé un poco en comprender las posibilidades de la dama (o la reina). Más adelante he seguido teniendo dificultades para comprender a las mujeres, aunque no sean reinas, y a veces tampoco damas. El manual de instrucciones decía que la dama podía moverse en cualquier dirección y sin límite de escaques. En mi torpe interpretación, aquello significaba que tan poderosa pieza estaba exenta de toda restricción en sus desplazamientos y podía comportarse como un caballo loco. Así entendido, el juego carecía de lógica, y las demás piezas, de significado. Tras un fugaz disparate, la dama blanca rendía inexorablemente al Rey negro.
No podía ser así, y efectivamente no lo era. Por el contrario, el ajedrez era reputado, y creo que lo sigue siendo, un juego muy inteligente. Y muy adecuado para adiestrar la inteligencia de los niños. En aquellos tiempos, teníamos un pequeño gran jugador, Arturito Pomar, que fue muy popular, incluso fuera del mundo del ajedrez. La vida le dio jaque mate y parece ser que terminó de empleado de correos. El intríngulis del juego era muy excitante para los primeros cultivadores de la robótica. Así, Torres Quevedo inventó un autómata ajedrecista, lejano ancestro del Deep Blue de IBM, con el que el genio de Kasparov pudo una vez, pero no dos. Unamuno frecuentó extrañamente el tema, hasta incorporarlo al título de su pequeña novela Don Sandalio, jugador de ajedrez, aunque final y acertadamente concluyó que el ajedrez para juego es demasiado grave, y para ciencia, demasiado leve.
A mí, pronto me interesó más el Ajedrez vivo de Marte, la novela de Edgar Rice Burroughs, que el "ajedrez muerto de la Tierra", pese al ilustre ejemplo de don Arturo Pomar y a los esfuerzos de los pedagogos cientifistas. Aquel juego era más bien cosa de soviéticos y, como tal, aburridísima. Desaparecida la URSS, sigue siendo mayormente cosa de rusos. Entre los últimos jugadores, probablemente los más importantes sean Kasparov y Karpov. El segundo anda estos días por España. Le han hecho una entrevista. La periodista, que es un genio, le pregunta: "Quizá si los niños estudiasen ajedrez no habría gobiernos totalitarios?". Está claro; claro como el agua: ¡si los soviéticos tuvieron tantos y tan buenos ajedrecistas, fue gracias al liberalismo del régimen! Karpov rebaja el entusiasmo de su entrevistadora. No sólo de jugar al ajedrez se alimenta la democracia.
Por el conjunto de la entrevista, el ajedrecista ruso parece ser políticamente muy realista, moderadamente nacionalista e indisimuladamente admirador de Vladimir Putin. Pero no todos los grandes jugadores rusos son iguales, ni en el ajedrez ni en la política. Kasparov es la antítesis de Karpov. Como jugador se ha ponderado su brillantez, alegría y agresividad frente al rigor, la precisión y la preferencia por el contraataque del segundo. Políticamente, Kasparov es un enemigo acérrimo de Putin; Karpov es decididamente un hombre del sistema putinesco (como lo fue antes del soviético). Si la periodista entrevistase a Kasparov quizá descubriría que aunque "todos los niños estudiasen ajedrez", unos saldrían karpovs y otros kasparovs.
No; el estudio y la práctica del ajedrez no tienen ninguna utilidad política, ni para formar ciudadanos, ni para adiestrar gobernantes. Dada la torpe equiparación del despotismo bonapartista con la democracia, que arruina las sociedades occidentales contemporáneas, puestos a entrenar a nuestros futuros déspotas, mejor adiestrarlos en el póquer.
domingo, julio 29, 2007
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