lunes, julio 30, 2007

Fernando Castro Florez, El arte de roncar

martes 31 de julio de 2007
El arte de roncar

POR FERNANDO CASTRO FLÓREZ
Leo unas declaraciones de un reputado arquitecto en una revista de arte: «El futuro es Albacete». No continúo leyendo no vaya a ser que la causa sea que está construyendo algo allí o que le han dado de comer de maravilla en un restaurante de la zona. Convencido de que el futuro es nómada, salgo, desde la faraónica T4, hacia Asturias. Sentado en la fila 19 escucho, antes incluso del despegue temible, a un individuo que inicia una sesión de ronquidos prodigiosa. Tenía interpuesto a un jovenzuelo que, ante tan descomunal rugido, fue poseído por una temblequera semejante al baile de San Vito. Mi admiración fue en aumento al comprobar que en vez de estabilizar el sonido tronante lo llevaba en progresión exponencial inexplicable. Yo mismo hago mis pinitos en el arte del roncar, pero ante este maestro sublime no soy otra cosa que un diletante. Quería leer a Terry Eagleton, pero preferí seguir los ritmos sincopados de las tragaderas de aquel fulano de volumen pantagruélico.
En un mareante viaje, con Maite Centol, artista y despistada del volante, fuimos desde un merendero en el Monte Deva a La Laboral, centro de arte presuntamente dedicado a las nuevas tecnologías. Lo que me encontré era, nada más y nada menos, que la tontería sin asideros ni camuflajes. El título de la expo ya lo prefiguraba: «It´s simple beautiful». Allí había de todo menos sensatez: una piscina de barro para luchadoras, dos cabezas de burro, un triciclo «tuneado» o el castillo de Rapunzel con un montón de fluorescentes de colores por encima. Pasé, obligatoriamente, de la indignación al catatonismo. Tenía que pronunciar una conferencia, si es que eso no me está vedado, en el Museo del Ferrocarril. Aquellos vagones, trenes y otras ruinas que ya no podían circular me hicieron pensar, en plan nihilista, que la ruta americana estaba mucho más lejos de lo que imaginaba.
Menos mal que devorando una fuente de sardinas en la cuesta del Cholo exorcicé la ansiedad. Parece ser que nos fuimos sin pagar. Una razón más para la fuga desértica. La noche que fue acercándose al día terminó por adquirir tintes surreales: no paraba de cruzarme con grupos de solteras, disfrazadas (de bailarinas con tutú, de gallinas, de ratitas, etc.) para el patético ritual de la «despedida», con legiones perjudicadas por el alcohol y dj´s con calzonas de boy-scout. Ya para el arrastre, buscando la espuela, entramos en el Savoy, un local de estética rockera, con verdadera pátina. Mientras escuchaba, destrozado, «Rehab» de Amy Winehouse (una proclama contra la desintoxicación) me encontré, cual aparición fantasmal, con el escudo de la «Route 66», convertido en un reloj, tras la barra. Era como si el padre de Hamlet me exortara: «¡Déjate de temores y emprende tu misión!» En el sórdido hotel, falto de tiempo, no pude ni roncar ni pensar en el paraíso albaceteño.
Fernando
Castro
Flórez

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