domingo, julio 29, 2007

Manuel de Prada, Gabriel Cisneros

lunes 30 de julio de 2007
Gabriel Cisneros

JUN MANUEL DE PRADA
CONOCÍ a Gabriel Cisneros hace ya casi doce años, en mis primeras peregrinaciones a la Redacción de ABC. Gaby Cisneros -así lo designábamos familiarmente- salía del despacho de los editorialistas y se quedaba a pegar la hebra con un grupo de jóvenes, entre quienes recuerdo los rostros de Nuria Azancot y Cristina López Schlichting. Era un hombre sentencioso y risueño que hablaba con una retórica que en él era como una segregación del espíritu: siempre exacta y cabal, siempre lúcida y como penetrada por un venero subterráneo de humor. Había algo en Gabriel Cisneros que me subyugó desde el primer instante: siendo un hombre de inteligencia ordenada y hábitos circunspectos, era también un hombre con un ramalazo bohemio, divertídisimo y mordaz. Y era, desde luego, un prodigioso conversador, que fundía las dotes oratorias -sus palabras parecían esculpidas con cincel- con un fondo de humanidad insobornable. En él la sabiduría nunca resultaba una mercancía inerte, sino una aventura que bullía a borbotones, jubilosa de brindarse y dispuesta siempre a hacer un alto en el camino, para acompañar nuestra ignorancia.
Lo aureolaba la leyenda (había sido uno de los padres de la Constitución, había sobrevivido a un atentado terrorista), pero él se espantaba la leyenda a manotazos, con esa humildad ruborosa de las almas privilegiadas. El pelo cano y tupidísimo era una metáfora de su inteligencia siempre encendida; la nariz prominente, de su temperamento inquisitivo, codicioso de conquistar nuevos finisterres intelectuales. He conocido pocas cabezas más cultivadas que la suya: poseía una formación jurídica de una solidez a prueba de seísmos, una capacidad de análisis de una clarividencia que asustaba, una inagotable habilidad dialéctica, también una cultura retozona y una curiosidad insomne. Entendía la política como una pasión cívica, sacrificada y honda; y amaba el periodismo como se aman las segundas vocaciones. Cuando escribía -muchos de los discursos que pronunciaron los políticos a los que sirvió con lealtad llevaban su impronta-, lo hacía en un estilo conceptuoso, preñado de significaciones, en el que no faltaba sin embargo el esguince irónico. Sabía ser muy serio y muy bromista a la vez: exponía sus ideas con una muy fervorosa convicción aquietada en las neveras del sentimiento; y sabía salpimentarlas con su pizca de socarronería y su pizca de causticidad.
Era, también, un hombre de fe, un católico inquieto y sobrio que mantenía un diálogo constante con Dios. En cierta ocasión me invitó a comer; nuestra conversación, después de picotear en otros asuntos más triviales, derivó hacia los territorios del espíritu. Como Maritain, estaba convencido de que la democracia era una expresión del genio cristiano; y reivindicaba el concepto de caridad como motor de la acción pública. A buen seguro, en este año y medio de batalla con un cáncer de hígado que lo ha ido consumiendo a ojos vistas, esa fe lo habrá acompañado en los trances más difíciles, le habrá transmitido vigor para seguir en la brecha y, sobre todo, le habrá confirmado que la única vida plena es aquella que se consume hasta el último aliento en la misión para la que hemos sido convocados. Gabriel Cisneros consumió la suya en un ejercicio constante de generosidad; y Quien es generoso hasta el extremo ya se lo habrá premiado con creces.
En la hora de la despedida, Gabriel Cisneros ha concitado elogios unánimes. Como sostenía Martín Ferrand en su artículo de ayer, los españoles somos propensos al ditirambo póstumo. No dudaremos de la sinceridad de tales efusiones; pero nos atreveremos a consignar que la muerte de Gabriel Cisneros adquiere, en la presente coyuntura, una resonancia simbólica. Con él muere -o agrava su agonía- un tipo de político que ya no se estila, ilustrado y poseído por una vocación de servicio público; también muere -o agrava su agonía- un sueño de conciliación nacional que fue posible hasta que los apóstoles del rencor lo traicionaron. Descansa en paz, Gabriel Cisneros. Y síguenos echando un mano, desde tu atalaya en el cielo.

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