martes 31 de julio de 2007
CIENCIA
El otro antenicidio
Por Jorge Alcalde
Torrevieja, L'Alcora, Majadahonda. Son algunas de las localidades españolas que esta semana se han hermanado en la estupidez.
En todas ellas se ha vivido algún episodio de lo que algunos llaman "la guerra de las antenas". Es decir, que en esas poblaciones comunidades de vecinos, encargados de ayuntamientos y técnicos de telefonía móvil han vuelto a sucumbir ante el alegato pseudocientífico y proecologista del supuesto peligro para la salud de las antenas de telefonía móvil.
Empieza el tramo duro del verano, la lectura se hace incómoda y apetece más la contemplación de las olas al sol, pero no perderemos la ilusión de volver a explicar lo que la ciencia sabe al respecto, con la esperanza de que algún lector pueda arrojar dosis nuevas de escepticismo a los postulados antenófobos que con tanta facilidad se divulgan desde los medios de comunicación patrios.
Decir que no existe ningún dato relevante, extraído de alguna investigación seria, que demuestre que vivir cerca de un antena de telefonía móvil es dañino no parece suficiente. En primer lugar, porque todos tenemos derecho a preocuparnos por nuestra salud y la de los nuestros, y, por lo tanto, a exigir argumentos de un calado intelectual y emocional que nos satisfaga. Si usted cree honestamente que su dolor de cabeza es más fuerte desde que instalaron una antena en la azotea de su comunidad, o que su vecino murió de cáncer por culpa del teléfono móvil, nadie le va a sacar del error esgrimiendo unos cuantos artículos científicos (por más que esos cuantos sean cientos y hayan sido publicados en las revistas más prestigiosas). Usted necesita una palabra de consuelo, un argumento impactante, un titular agresivo. Pero la ciencia nunca se lo va a dar.
No se lo dará porque, afortunadamente, no se dedica a eso. La utilización emocional y demagógica de los datos es cosa de otros. Por ejemplo, de los que le van a decir: "Sí, es cierto, no hay datos que demuestren que las antenas de telefonía móvil son dañinas… Pero tampoco hay datos que demuestren que son inocuas". Ahí es donde el científico tiene perdida la batalla. Dado que el método científico está impedido por definición para investigar sobre negaciones. No se puede demostrar que una antena no causa cáncer, del mismo modo que no se puede demostrar que no lo cause un zapato, una radio doméstica o una hoja de lechuga. Incluso si demostráramos un millón de veces que un zapato no produce lesiones en el ADN de su dueño, siempre quedaría en el aire la posibilidad intelectual de que la demostración se volviera en contra en la ocasión 1.000.001.
Por eso la ciencia resuelve estudiando la naturaleza del objeto (el zapato o la antena), su relación con la naturaleza humana y las probabilidades de que el surja el daño. En ese modelo de análisis, todavía ningún científico serio ha podido sostener que la presencia de antenas de telefonía móvil sea peligrosa para la salud.
Los teléfonos móviles funcionan mediante la radiación de una forma de energía electromagnética. Ambas palabras: "radiación" y "electromagnética", son ampliamente utilizadas como demonios por los enemigos de la razón científica. Baste explicar que la radiación no es más que una emisión de energía. Y que la energía electromagnética es una de las cuatro únicas fuerzas fundamentales que existen en el universo, junto a la gravedad y las dos fuerzas que funcionan a nivel atómico para la organización de la materia, llamadas "fuerza nuclear débil" y "fuerza nuclear fuerte".
En otras palabras, en el Cosmos sólo hay dos fuerzas que actúan a nivel "visible": la gravedad y el electromagnetismo. La luz, el calor, la atracción de los imanes, las ondas de radio, la tele, la energía que hace que funcionen los chips…, todo ello es electromagnetismo. También lo es la transmisión de microondas de un teléfono móvil.
Lo que diferencia unas energías electromagnéticas de otras es la frecuencia. A frecuencias más altas, mayor probabilidad de que se produzcan daños para la salud, porque aumenta el riesgo de que se alteren (se rompan) los lazos moleculares del cuerpo. Por ejemplo, si se alteran las moléculas de ADN, tendremos como resultado un cáncer. La frecuencia de las microondas de un teléfono móvil y de su antena es bajísima; está situada en el espectro de las no dañinas, un poco por encima de las de la radio de casa pero por debajo de los infrarrojos de un mando a distancia o de un dispositivo inalámbrico (¿estaremos dando con esto una idea a los grupos ecologistas? ¿Pedirán la prohibición de los mandos a distancia en el futuro?).
Existen radiaciones electromagnéticas dañinas por su frecuencia: los rayos ultravioleta del sol, los rayos X, los rayos gamma. Incluso en estos casos, el peligro reside no sólo en la frecuencia, sino en la dosis. Unas cuantas radiografías al año no hacen daño; y, evidentemente, el diagnóstico radiográfico puede salvarnos la vida.
Las dosis de microondas a que nos sometemos al usar el teléfono son ridículas. Para hacernos una idea: si nuestro horno microondas utilizara la misma cantidad de radiación que emite un teléfono, tardaríamos diez días en hacer hervir un vaso de agua. Aunque la emisión en una antena, lógicamente, es mayor, tampoco se producen cantidades significativamente peligrosas. Entre otras cosas, porque las antenas están situadas a una pequeña distancia unas de otras para minimizar las necesidades de potencia.
El sistema de telefonía celular funciona a pequeñas escalas. De su teléfono sale una radiación que lo conecta con la antena más cercana, y ésta trasmite la señal a otra antena vecina; y así sucesivamente, hasta que la voz llega al oído del destinatario. Las empresas de telefonía saben que instalar más antenas, y más cercanas, en lugar de menos y más alejadas unas de otras, reduce la potencia necesaria y, por lo tanto, reduce los riesgos.
He aquí la principal paradoja en que incurren los grupos antenófobos: al pedir que se alejen las instalaciones de los núcleos urbanos, están obligando a las empresas de telefonía a construir antenas más potentes y, en teoría, más dañinas. Eso, u obligar a vivir a grandes núcleos de población en zonas de sombra, sin cobertura.
En cualquiera de los casos, las radiaciones generadas no superan a las de las estaciones repetidoras de televisión, por ejemplo. De momento, no se ha constatado que haya una mayor incidencia de cánceres entre los empleados de estas estaciones repetidoras, ni en los vecinos de las mismas.
Es difícil entender por qué el teléfono móvil ha generado esta irracional inquina por parte de algunos. Es cierto que esos algunos son los mismos que tradicionalmente han manifestado una aversión luddita hacia cualquier forma de progreso tecnológico. Pero la virulencia de ciertos argumentos antenófobos no se ha percibido en otros casos de peligros reales y contrastados. Ninguna asociación de vecinos protesta porque el sótano de su casa albergue un aparcamiento, cuando sí que está demostrado que la emisión de un tubo de escape puede ser contaminante. Nadie protesta porque le pongan una hamburguesería cerca, aunque es sabido que el abuso de la comida rápida puede ser dañino para la salud. El exceso de consumo de televisión, es evidente, puede tener riesgos, pero ningún grupo ecologista protesta contra las antenas de TV. ¿Y por qué no hay manifestaciones contra los ordenadores de mesa, si existen cientos de estudios que evidencian el daño para la salud derivado de una mala postura ante la pantalla?
Sea como fuere, las autoridades de muchos países se han visto obligadas a regular estrictamente la instalación de antenas de telefonía, en un intento de reducir un riesgo que no existe. De manera que, hoy, las antenas europeas respetan escrupulosas medidas de seguridad. El criterio general es mantener las radiaciones a los niveles más bajos como resulte tecnológicamente posible y económicamente sostenible. El problema es que la segunda parte de la premisa es peliaguda. ¿Quién decide el umbral de lo económicamente sostenible?
La creación de una red de telefonía móvil potente, bien tupida y moderna es pieza clave del desarrollo tecnológico de una región. Un país moderno no puede permitirse el lujo de no ofrecer a las empresas toda la potencia de comunicación y toda la seguridad en las transacciones que la telefonía puede generar. Salir del subdesarrollo en comunicaciones y en tráfico de datos por internet requiere una buena estructura celular. Puede que a usted, a mí y, sobre todo, a mi primo de Greenpeace no nos importe andar por media España sin cobertura. Pero una economía moderna no se lo podría permitir. Habría que proteger las antenas como se protegen los árboles. La tala indiscriminada de ambos es igual de perniciosa.
martes, julio 31, 2007
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