Ingmar Bergman, el hombre que esperaba alcanzar a Dios
Guillermo Urbizu
1 de agosto de 2007. Este domingo murió el director de cine sueco Ingmar Bergman. Un gran director y un gran escritor. Sería muy difícil decir algo original sobre su personalidad proyectada en su obra. No lo pretendo. Pero me gustaría señalar aquí la lucha espiritual que atraviesa toda su filmografía. Es lo que más me impactó cuando vi por vez primera Sonata de otoño (1978), El séptimo sello (1956) o Fresas salvajes (1957). Y creo que esa inquietud es la que predomina en él, es la que dota de tensión narrativa y dramática a su mejor obra.Sus guiones son un a modo de peculiar diario donde Bergman va señalando sus dudas de fe, su angustia vital. Pero también su alegría provisional. Hubo momentos en los que creyó que su esfuerzo estético era como una redención personal, como una superación de la muerte, como un avance de la eternidad. Fue consciente de que el arte que llevaba entre manos era su forma de dialogar con Dios. De manifestarle su ocasional amor o su absoluto rechazo.Siempre he creído que Bergman es un autor al que movía sobre todo la esperanza de alcanzar a Dios. Y para ello utilizaba todos los resortes de su genio y de su alma. Su pensamiento tiene una fuerte carga mística, una interpretación religiosa de los símbolos, del tiempo, de la vida. En ella se abisma cuando siente que el hombre no puede prescindir del sufrimiento. Que el amor es un constante dolor. Su filmografía es la expresión de esa opresión que de una u otra forma todos llevamos dentro.No es fácil su cine como no es fácil nuestra vida. Su cadencia visual nos ofrece un anhelo de plenitud que nada logra satisfacer. El tiempo se desvanece entre trivialidades, el hombre es un ser desquiciado por la máscara de la mentira y por el pecado. ¿Qué hacer para sobrevivir a la muerte, para alcanzar un ápice de felicidad? Bergman escribía su agobio, desnudaba su pensamiento con radical sinceridad. El lugar común es decir que su obra es fría, hermética y demasiado intelectual. Yo creo lo contrario. Porque su alma se desgrana en cada diálogo, en una larga confidencia a la que hay que prestar la debida atención.Charles Moeller en su obra Literatura del siglo XX y cristianismo (editorial Gredos) estudió todo esto de forma magistral. Incluyó a Bergman en el VI volumen de su obra, titulado "Exilio y regreso". Si alguien quiere saber por qué el director de El manantial de la doncella (1959) es un tipo al que es preciso tener en cuenta, yo le aconsejo leer estas páginas de Moeller.
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