lunes 30 de julio de 2007
Atuendos veraniegos
30.07.2007 -
VICENTE CARRIÓN ARREGUI
Hace ya varios veranos que vengo observando cómo reputados opinadores de ésta y otras casas afilan sus plumas contra quienes celebran la llegada del calor y de las vacaciones vistiéndose de cualquier modo, descocados, como si no les importara contemplarse en el horrorizado espejo de algunas miradas ajenas. Me parece muy bien que tales caballeros -sí, curiosamente todos hombres: Pérez Reverte, de Prada y Marías- odien las bermudas, las camisetas de tirantes y las chanclas multicolores; me parece menos bien que la reiteración anual de sus protestas empiece a teñirse de ideología, como si la exhibición de carnaza que tanto les molesta fuera una expresión más de la incorregible cutrez española, una irresponsabilidad nacional semejante a la del ladrillazo, el chismorreo o el vuelva usted mañana. Uno no se vuelve más elegante por denigrar a quienes añaden una riñonera a su ya inmensa barriga o a quienes se obcecan en exhibir los relieves de grasa que flotan bajo el top. Allá cada cual con sus prejuicios estéticos, pero la decisión de mostrar el cuerpo de uno u otro modo es patrimonio intransferible de cada quisque y, más allá de si es expresión de ordinariez o chabacanería, el desmadre vestuario que las vacaciones y el calor propician me parece, ante todo, una valiosa expresión de libertad. Tanto la señora que no se resigna a evitar la playa por muy mastodóntica que esté como el funcionario que ha pasado todo el año esclavo de la corbata y los gemelos y decide estrenar sus vacaciones con una camisa tropical y unas bermudas rosas, indiferente a lo que murmure el vecindario, están realizando un gesto extraordinariamente valioso, están desafiando el 'qué dirán' que tanto daño nos hace a todos, mal que les pese a nuestros pudorosos articulistas. En España hemos vivido demasiado tiempo sojuzgados por la opinión ajena -de la tradición, del clan, de la grey-, tan atentos a las apariencias y al 'qué van a pensar de mí' que no hay sensibilidad estética que justifique más autocensuras corporales que las que ya llevamos encima.Algunos meten en el mismo saco hablar a gritos, reprimir los derechos de los fumadores, poner la música a tope, hablar de tú a los camareros, llevar las piernas sin depilar a plantarse una berenjena por visera. Parecen ignorar que el humo, el ruido o la manera en que se dirige la palabra al otro suponen una interacción social que ha de someterse a las convenciones del respeto mientras que el atuendo que uno se ponga, salvo impudicia manifiesta, en nada condiciona nuestra libertad, por mojigatos que seamos. Doy por obvio que el vestuario también está sometido a las convenciones sociales y no cuestiono las servidumbres que ello conlleva. Pero la ropa que elegimos vestir en nuestro tiempo libre es una especie de idioma personal. Un lenguaje que puede resultar atractivo o repulsivo, incitar a la conversación o al silencio, pero que siempre merece un respeto, por estrambótico que nos parezca. Por eso me cuesta entender que ni siquiera en vacaciones, cuando se suspenden los compromisos laborales y uno puede darse el gusto de vestir como le dé la gana para celebrar la renovada libertad del individuo que ha pasado meses escondido bajo el uniforme, podamos librarnos de las objeciones a tamaña celebración. Es terrible que cuando no hay jefes ni obligaciones tengamos que inventarnos vecinos, transeúntes o conveniencias que nos corten el rollo. Hace tiempo escribí que mi única patria era la mermelada de naranja amarga con lo que me desayuno cada día, pero ha llegado el momento de desdecirme. La única patria que ahora reconozco es la ropa vieja que me pongo al llegar a casa, el pantalón corto que desentierro cada verano, las zapatillas con las que me apropio de mi tiempo y de mis movimientos, inquilino de las prendas más usadas, capaz de defenderlas como otros las banderas. Por eso me molesta que escritores a los que tanto aprecio se regodeen haciendo chistecillos sobre sobacos, pantorrillas y adefesios múltiples sin calibrar qué satisfacción más saludable produce a la ciudadanía relajar por unos días los rígidos corsés que atenazan nuestros cuerpos a lo largo del año. El sufrimiento estético que padecen quienes se alarman ante la horterada vestuaria que arrasa estos días por campo y playa bien podría compensarse si pensaran en el enorme coraje cívico que supone aceptar que nuestros cuerpos son como son y no tenemos por qué esconderlos. Es más, mostrarlos sin complejos supone todo un disfrute, una reconciliación con las imperfecciones propias y ajenas y un estupendo ejercicio de tolerancia y relajo para la inmensa mayoría, siempre que el tiempo lo permita, claro. Para quienes no soporten tanta zafiedad siempre queda mirar al cielo. Inspira mucho.
domingo, julio 29, 2007
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