jueves, enero 11, 2007

Jose Luis Restan, Un momento de gran sufrimiento

jueves 11 de enero de 2007
RENUNCIA DEL ARZOBISPO DE VARSOVIA
Un momento de gran sufrimiento
Por José Luis Restán
La cátedra de Varsovia vacía, y a su lado la figura contrita de Stanislaw Wielgus, que apenas podía disimular el dolor y la humillación de los últimos días. Esa es la estampa que resume la herida abierta en el costado de la Iglesia en Polonia, semper fidelis, la Iglesia heroica que mantuvo viva la esperanza del pueblo en los años oscuros del estalinismo y que alumbró las sendas para recuperar la libertad antes de que cuajara el gran evento de Solidarnosc, y también después, tras el golpe de Jaruzelsky que parecía cerrar todas las salidas.
La sede primada de Polonia permanecerá vacante, hasta que Benedicto XVI asigne esta pesada responsabilidad a un nuevo pastor que merezca la confianza del pueblo y que restañe las heridas ahora en carne viva. Para comprender las dimensiones del suceso, debemos intentar comprender lo que significa la figura del Primado para la Iglesia y para la sociedad entera de este país singular. Durante siglos, el Primado ha representado los valores de la identidad nacional forjada en la tradición cristiana y puesta duramente a prueba a lo largo de los siglos. Pero, además, el pueblo sencillo mantiene fresca la memoria del gran cardenal Stefan Wyszynski, auténtico baluarte de la Polonia cristiana durante el régimen comunista, que sufrió la cárcel por no ceder a las presiones y persuasiones de un poder que pretendía destruir a la Iglesia y crear de raíz una nueva sociedad. En la explanada de Chestokowa, frente al Santuario de Jasna Gora, se levanta la monumental figura en mármol negro de Wyszynski inclinado en oración, e incluso en la madrugada le iluminan siempre multitud de velas encendidas que representan el corazón agradecido del pueblo polaco.
No era posible. Sin entrar a juzgar la responsabilidad personal del obispo Wielgus, no era posible que una figura manchada de tal modo por la sospecha pudiera cumplir el oficio pastoral en la sede de Varsovia, una de las más significativas del orbe católico. Durante una serie interminable de días, Wielgus ha caminado sobre el alambre, primero rechazando las acusaciones de haber colaborado con los servicios secretos comunistas, después reconociendo que se dejó involucrar en esos contactos para asegurar la posibilidad de sus estudios en el extranjero, y que no tuvo la decisión ni la valentía necesarias para romperlos. Aún así, reiteró que nunca denunció a nadie, ni pretendió traicionar a la Iglesia ni a Cristo. Con un arrepentimiento del que yo no tengo derecho a sospechar, el recién nombrado arzobispo de Varsovia pidió perdón, reconoció que se había equivocado de nuevo al negar en un primer momento las acusaciones, y suplicó un margen de confianza para servir a la Iglesia en este nuevo oficio que el Papa le había encomendado. Pero ya era imposible. Es cierto, como el propio Wielgus afirmaba en su confesión de tres folios, que la Iglesia lo es de los santos y los pecadores que caminan juntos, pero también lo es que un pastor debe estar en condiciones de unir al pueblo que se le confía, y de reclamarle fidelidad, sacrificio y tesón a lo largo del camino. Desgraciadamente, él no podía hacerlo.
Por todo ello, como explicó certeramente el portavoz vaticano Federico Lombardi, su autoridad había quedado gravemente comprometida, y la rápida aceptación de su renuncia por parte del Papa ha sido la solución más adecuada para afrontar la desorientación que se había creado en Polonia.
Seguramente Wielgus no debió ser presentado nunca para tan delicada responsabilidad, y la decisión dolorosa que ha tomado Benedicto XVI, que desde luego ha sido la más apropiada, no cierra sin más el asunto. Por eso conviene no cerrar los ojos al trasfondo de esta historia. En Polonia se ha levantado un viento justiciero que amenaza con llevarse por delante la fama y el buen nombre de muchas personas, a veces inocentes y en todo caso sometidas ahora a un juicio que no tiene en cuenta las dificultades de aquella hora. En su viaje a la patria de Juan Pablo II, Benedicto XVI sorprendió a muchos cuando advirtió que "conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias; hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces".
A la espera de un nuevo pastor que ocupe la sede de San Juan de Varsovia, conviene que a los fieles polacos, que resistieron la larga noche del comunismo, no se les contagie un virus justiciero que tiene poco que ver con la verdadera justicia, y que amenaza con sembrar el resentimiento en lugar de purificar la memoria y construir el futuro. La Iglesia universal, pero especialmente la que vive en Occidente, necesita la extraordinaria contribución de los católicos polacos en esta hora. Ojalá que sepan distinguir las voces de los ecos.

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