domingo, enero 28, 2007

Carlos Luis Rodriguez, Volvian para comer

lunes 29 de enero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Volvían para comer
El conselleiro de hace veinticinco años salía de su hogar por la mañana diciéndole a su mujer que iba a gobernar un poco, pero que volvería para comer. El de ahora se despide de los suyos al comienzo del mandato, para regresar al cabo de los años como un náufrago rescatado, haciendo esfuerzos para que en casa lo reconozcan, a pesar de las ojeras que le dejó el poder.
Los pioneros de la Xunta tenían una desventaja muy ventajosa: carecían de grandes asesores a su alrededor, y en su lugar se nutrían de la información que le iba dando por la calle el taxista, el peluquero, el camarero del restaurante, el vendedor del kiosco, el amigo. Con todos esos retazos, el político antiguo hacía una encuesta gratuita que le permitía orientarse.
El de hoy está aislado. Cuando se encuentra a alguien que vive fuera de los recintos del poder, su pregunta es la misma que la que hace Livingstone cuando dan con él en medio de África: ¿Qué pasa en el mundo? ¿Vamos bien? ¿Qué dicen de nosotros? Tienen suculentos presupuestos destinados a saberlo, pero desconfían; necesitarían imitar a aquel monarca que se disfrazaba para mezclarse con sus súbditos.
Hoy existe una nueva Corte, y unos nuevos cortesanos que separan al gobernante de los administrados. San Caetano es un Versalles moderno. La Xunta de Albor, en cambio, era un concello un poco más grande, precario, tierno, inexperto, amateur, pero muy cercano. Volvía a casa para comer, hablaba sin estereotipos y no tenía ese aire solemne propio de sus sucesores.
Viéndolos en su comida de aniversario, es difícil no sentir nostalgia de aquel estilo de gobernar. No había competencias, se vivía de prestado, y a duras penas la incipiente autonomía se hacía respetar en medio de las administraciones adultas. Sin embargo, se daba una circunstancia que quizá sorprenda a los gallegos que sólo conocieron a Fraga y Touriño: el presidente no reñía.
¿Por qué será que los mandatarios están, como dice el himno religioso, eternamente enojados? Al escuchar a don Manuel o a don Emilio, hay que preguntarse muchas veces qué les hicimos. La investidura lleva consigo el malhumor, cosa que no sucedió con Albor, ni tampoco con Laxe. Ambos parecían felices siendo presidentes, y lo exteriorizaban con su talante risueño.
Puede que la explicación esté en que los presidentes a la antigua usanza se dirigían a la gente, en tanto que los de la segunda etapa sólo discuten con el adversario. El ciudadano normal se sentía aludido por mensajes claros, alejados de la jerga política, pero el ciudadano de hoy sólo forma parte del paisaje, es mero espectador de un pugilato de improperios que produce hastío.
Quizá ayudaba también ese empeño de la mayoría de los conselleiros pioneros en dejar un pie en sus cosas, por si acaso. La mayoría pensaba en un retorno a sus labores, no creía que aquella aventura autonómica fuera más que un paréntesis en su vida, y de ahí que se lo tomaran con una deportividad que después fue desapareciendo.
Su almuerzo conmemorativo ha sido fiel a su forma de ser. Discreto, sin grandes aspavientos, ni históricos discursos. De haber habido alguno, tendría que servir para recordar que los rectores de la autonomía han ganado mucho poder en estos años, perdiendo a cambio cercanía. Corrompa o no, está claro que el poder aleja y obliga al que lo ocupa a vivir en una burbuja. La selección de Albor tuvo la suerte de vivir fuera, y de no regresar a casa como un náufrago, sino como quien marchó a hacer un recado.

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