martes, enero 30, 2007

Carlos Luis Rodriguez, La sociedad expiatoria

martes 30 de enero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
La sociedad expiatoria
La sociedad tiene que comprometerse, concienciarse, apostar, luchar, movilizarse. En el lenguaje político son frecuentes la arengas que animan a la implicación social en diferentes asuntos que son competencia directa de los políticos. En un mensaje que ya forma parte de la oratoria de cualquier dirigente, y que se acepta como algo normal, incluso como una prueba del talante democrático de quien lo dice.
Esa es la versión amable del asunto, porque en los últimos tiempos está apareciendo otra menos simpática, consistente en castigar a la sociedad mediante tasas, cánones y demás penalizaciones. La sociedad es culpable de la crisis energética, de la ecológica, del tráfico y ahora de los problemas de la vivienda. Asistimos a un proceso de escolarización de la sociedad, que pasa de ser controladora de los poderes públicos, a un menor de edad al que se castiga por todo.
La queja viene a cuento de la publicación de las retribuciones de los políticos. Son dispares, con diferencias incomprensibles entre responsabilidades similares, y detalles grotescos como que cobre más el encargado de tratar la basura urbana que el jefe de la Xunta, pero la molestia no viene de la cuantía, sino de esa subcontratación social de responsabilidades administrativas.
La sociedad es una venerable señora que se ganó su derecho a descansar, y paga para que le resuelvan sus asuntos. Rousseau le llamó a esto contrato social. No pudo prever, sin embargo, el ginebrino que ese contrato iba a ser modificado por el contratado (el político), a fin de obligar al contratante (la sociedad) a comprometerse, concienciarse, luchar, movilizarse, etcétera.
Nadie entendería que el mecánico que repara el coche nos lanzara un discurso semejante. Lo suyo es la mecánica, y al cliente sólo le toca abonar el servicio, ya que si supiera detectar la avería y arreglarla no necesitaría ir al taller. Lo que algunos dirigentes proponen con su discurso es una especie peculiar de autogestión social.
Peculiar porque tiene una particularidad con respecto a sus precedentes utópicos: ellos siguen cobrando. El político no hace una rebaja por haber cedido parte de su trabajo a la sociedad. Descarga en ella los problemas que no es capaz de resolver, o inventa un impuesto adicional.
La Galicia de hace cincuenta años estaba huérfana de Administración, y contaba con políticos que eran meros emisarios de la dictadura. El cacique era una figura híbrida entre el jefe de clan y el diputado, que ponía en contacto al paisano con un Estado tan lejano y misterioso como el Dios al que se rezaba en la parroquia. En aquella situación, la sociedad, o lo que entonces podía llamarse así, se las arreglaba como podía. Carecía de una Administración que le resolviera los problemas, pero tampoco la pagaba.
La Galicia de hoy debe ser uno de los países con más políticos por habitante, repartidos en cuatro administraciones, numerosos institutos, organismos, fundaciones, y dedicados muchas veces a resolver problemas de competencias que se crean entre ellos. Asombra que, con tanta abundancia, se apele al ciudadano, cuando lo lógico sería decirle que se ocupara de sus cosas porque el resto es responsabilidad de alguno de los entes que velan por su bienestar.
A la sociedad gallega de antaño no le quedaba más remedio que suplir al político profesional. Ahora se ha ganado el derecho a actuar como cualquier otra del mundo occidental, o sea, como un cliente que paga al político por un servicio. En ese precio va incluido el compromiso y lo demás.

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