martes, octubre 16, 2007

Antonio Fonta, Los tres pactos de la Transicion

martes 16 de octubre de 2007
Los tres pactos de la Transición
ANTONIO FONTÁN (Ex Presidente del Senado)
EN octubre las Cortes Generales viven el último tramo de la actual legislatura. Si las elecciones son el segundo domingo de marzo, la disolución ha de tener lugar antes del quince de enero, en plenas vacaciones parlamentarias de ese mes. En el tiempo útil para sesiones de las Cámaras, con varios «puentes» de tres o cuatro días en medio, se han de discutir y aprobar los Presupuestos, una tarea siempre ardua y laboriosa, pero que es la principal función de los parlamentos democráticos. Habrá poco tiempo ya para otras cosas.
O sea, que en este otoño en la política española y en el ambiente que la rodea todo es preelectoral. Eso, además, en un momento en que el tratamiento que desde el gobierno y sus socios se ha aplicado a cuestiones particularmente sensibles ha generado tensiones que han crispado los espíritus: asuntos como el terrorismo, y la relación del gobierno con partidos o agrupaciones que lo apoyan o que dicen que lo «comprenden»; la organización territorial del Estado y las decisiones de ciertas Comunidades Autónomas o declaraciones de sus dirigentes. Igual ocurre en cuestiones de trascendencia social y cultural como las que afectan a la educación, a la familia, a la vida de los no nacidos, o a la legalización de la eutanasia.
Pero quizá hay algo que si no más grave puede ser más urgente y estar más necesitado de clarificación. Hay que recordar que España es una Monarquía parlamentaria y que la soberanía reside en el pueblo español, al que representan las Cortes Generales que ejercen la potestad legislativa, aprueban los Presupuestos y controlan al Gobierno. Estos preceptos constitucionales que regulan el funcionamiento del estado nacional son conocidos por los políticos y la opinión ilustrada, y es lo que debería enseñarse en las escuelas como «educación ciudadana», en vez de esta confusa, inútil y polivalente asignatura que se quiere ofrecer ahora. Porque los Estatutos ponen en manos de las Comunidades Autónomas responsabilidades políticas y legislativas que la Constitución ha depositado en el Parlamento. Pero en las disposiciones que desarrollen los mandatos constitucionales delegados en ellos, los gobiernos subestatales tienen el deber de aplicar, sin contradecirlos, unos preceptos que son la obra política del consenso constitucional de la Transición que puso fin a los desencuentros que dieron lugar a la tragedia nacional de hace setenta años.
Durante toda esta legislatura el Gobierno se ha sostenido con el apoyo de partidos tan anticonstitucionales como los que se proclaman «independentistas» o postulan la transformación de su Comunidad en un Estado con bandera, himno, política exterior propia y selecciones deportivas, o quieren que España sea una república. Y es probable que organizaciones como Esquerra, el Bloque de Galicia o los antiguos comunistas acudan a las elecciones con propuestas de ese tipo. Las libertades democráticas amparan los proyectos más extravagantes. Pero una cosa es que la gente vote lo que quiera y otra gobernar con los que presenten programas como esos.
Con los comicios cerca, quizá sea oportuno repasar alguna página de la historia contemporánea que recuerde el consenso de políticos y partidos que hizo posible el Estado democrático que luego aprobaron los españoles en el referéndum del 78.
Durante los años setenta del pasado siglo -y desde antes- algunos políticos de la situación, y grupos y partidos de la oposición clandestina y de la semitolerada, e incluso ciertos medios de comunicación que arrostraron el rigor del control gubernamental sufriendo severas sanciones, planteaban con más o menos nitidez un debate sobre el futuro del Estado y de la nación. Se especulaba con posibles salidas de un régimen político y una forma de Estado que todo el mundo sabía que tenía fecha de caducidad. Certus an, incertus quando.
Se delineaban tres «escenarios», como se dice ahora: «continuidad», «ruptura» o «cambio». En lo primero no creía de verdad nadie. El régimen que habría que reemplazar era un traje a la medida de una determinada estructura de poder y no valía más que para esa.
La «ruptura» sólo podría venir por un hecho revolucionario para el que no había ambiente en el país. Después de una revolución, y en el improbable caso de que triunfara, habría sido preciso desmontar no sólo la cabecera del poder sino todo el aparato del Estado y las instituciones territoriales, jurídicas, administrativas, militares y de orden público de la nación.
Por eso, y porque se impusieron el patriotismo y el buen sentido de la mayoría de los españoles, partidarios del régimen o contrarios a él, y porque se respetó y se acogió con esperanza y aplauso la reposición de la Monarquía, y porque los titulares de la Dinastía histórica, así como las cúpulas de instituciones básicas del Estado, estuvieron a la altura de sus responsabilidades, fue posible el «cambio», o como dicen ya los españoles y los libros de historia, «la transición».
En los años treinta España se había roto hasta el extremo de la Guerra Civil, que fue algo más que un golpe militar, porque se formaron dos bandos, con sus respectivos ejércitos, y las hostilidades duraron casi tres años.
Se veía claramente que había que recomponer o construir un entendimiento entre realidades opuestas en tres grandes campos: el político -o de las ideologías-, el económico y social y, en tercer lugar, pero no menos importante, el de la organización territorial del Estado. Bajo la inspiración de la Corona y merced a la prudente, hábil y generosa gestión del Presidente Suárez y sus equipos, se logró la abierta colaboración de rojos y azules, ricos y desheredados, patriotas españoles y nacionalistas territoriales, izquierdas y derechas, liberales y democristianos, para acordar y poner en práctica los que se llamaron los tres grandes pactos nacionales: el pacto político entre derechas e izquierdas, el social entre trabajadores y empresarios, y el territorial entre el estado y las regiones.
Eso no fue un milagro de la Constitución. Por el contrario, la Constitución pudo elaborarse porque existían los tres pactos, y los respetaban todos los responsables, con independencia de las batallas políticas entre unos y otros para lograr el poder y realizar sus programas por opuestos que fueran.
Los momentos iniciales de toda la operación histórica de la «transición», de cuyas rentas todavía vive España, fueron la convocatoria de unas elecciones generales en las que tenían voto todos los ciudadanos y podían presentar sus candidaturas todos los partidos imaginables; los «Pactos de La Moncloa» y el regreso a Barcelona como Presidente de la Generalidad del que lo era en el exilio, el «honorable» Josep Tarradellas. El primero ha traído consigo el régimen parlamentario y la alternancia, el segundo la paz laboral y el progreso económico, el tercero la organización autonómica del Estado.
Los tres pactos están vigentes porque nadie -persona o institución- los ha denunciado. (Quizá porque en ningún momento se les dio la formalidad que podría desprenderse de estas líneas mías). Pero así como el pacto social continúa cumpliéndose, los otros dos adolecen de falta de vigencia.
La responsabilidad de una reconstrucción del consenso que entonces hubo,que no impide las diferencias, y que ha permitido los cambios de gobierno de estos treinta años, recaerá sobre el futuro Parlamento, o sea sobre los dos únicos partidos nacionales y sus respectivas cúpulas. Las elecciones son para el futuro. El pasado es historia.
¿Cuál de esas dos es la mejor opción electoral? Manifiestamente para el autor de este artículo es la que ofrece el PP. Durante el gobierno socialista se ha mantenido una situación económica y social aceptable y un progreso técnico, de comunicaciones y estructuras, que no desmerece de Ejecutivos anteriores. Pero ha descendido el nivel de la presencia y de la voz española en los foros internacionales, se ha producido un desbarajuste en la organización territorial del Estado, se ha agredido la conciencia ética de la mayoría de los españoles en los campos de la educación, la familia y la vida, y se ha dislocado la política antiterrorista.
En vez de vivir el «consenso» se ha fomentado el «disenso», en vez de la cooperación el enfrentamiento, en vez de coordinar el poder central y los autonómicos, se está desarticulando con torpes reformas estatutarias la organización constitucional del Estado.
Los dos grandes partidos tienen el derecho a enfrentarse y el deber de hacerlo atendiendo la confianza que en ellos y en sus programas depositen los votantes de marzo. Pero España ganaría mucho en este próximo año y en los siguientes si todo eso se llevara a cabo respetando el espíritu de los «tres grandes pactos nacionales» sobre los que se asentó la Constitución del 78.

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