martes 30 de octubre de 2007
A coces en el tren Alberto Piris*
La secuencia videográfica más difundida por los medios de comunicación españoles durante la semana pasada fue la de un espécimen humano, de género masculino y edad juvenil, coceando el rostro de una joven que probablemente era la primera vez en su vida que le veía, pero quien, con toda seguridad y mal que le pese, tendrá que aceptar que a partir de ahora su destino estará en cierta forma vinculado al de su agresor, no sólo a efectos mediáticos sino también jurídicos y sociales.
Es difícil saber cuántas veces las cadenas españolas de televisión han podido complacerse emitiendo la citada secuencia, que fue grabada por una cámara de vídeo situada en el vagón del ferrocarril donde se produjo la agresión. Como dato orientador, cabe recordar que durante un solo informativo, en la sobremesa del pasado miércoles 24, en una cadena de ámbito nacional se repitió el fragmento en cuestión hasta siete veces en menos de media hora. Llegaba a producir desazón tanta insistencia en difundir semejante ejemplo de irracional brutalidad humana.
Cualquier aficionado a la equitación sabe de sobra que un caballo no cocea sino cuando se siente amenazado o su instinto le lleva a proteger los cuartos traseros, allí donde sus ojos no pueden ver la aproximación de algún peligro. Pero el individuo que pateó la cara de la joven que con él compartía el vagón no se defendía de nada ni se protegía de ningún riesgo. Su coz fue un modo de agresión —que le debió de resultar cómodo e instintivo— contra un ejemplar de su misma especie cuyo aspecto exterior, simplemente, no le complacía. Ni los caballos se comportan de ese modo.
No comentaré ahora los extraños y, para muchos, incomprensibles vericuetos seguidos por los órganos judiciales implicados en el caso, ni las variadas interpretaciones de las decisiones adoptadas (¿delito o falta?, ¿prisión o libertad?), máxime cuanto que en estos días, precisamente, no está la Justicia española en un punto de alta consideración popular. Tampoco voy a aludir a la conducta posterior del agresor (¿arrogancia o simple chulería?), ampliamente difundida, ni la voracidad de algunos medios de comunicación, dispuestos a pagar lo que sea necesario para conseguir alguna exclusiva en relación con el caso, aunque esté protagonizada por un individuo tan poco recomendable. Dejemos, pues, a esos medios pasar de una basura a otra sin sentir vergüenza. Parece que es lo suyo.
Conviene hacer alusión al comportamiento del testigo presente en la escena, al que algunos reprochan su pasividad, precisamente cuando en el mismo día en que por vez primera se difundía la secuencia aquí comentada se publicaba una noticia relativa a un joven que intentó mediar en otra agresión y murió a consecuencia de su abnegada actuación. En un vagón poco concurrido, como el de este caso, pocos se atreverían a hacer frente a un individuo de cuya chulesca y violenta actuación (mantuvo impasible un teléfono junto a la oreja mientras agredía a la muchacha) podría intuirse alguna propensión a esgrimir una navaja. No todos pueden ser héroes en cualquier momento. Resulta, además, reprobable el hecho de que su rostro no fuera velado en la copia del vídeo que se difundió públicamente, lo que le ha ocasionado después ciertas molestias. Asunto éste que lleva de nuevo a considerar lo embarazoso de algunas situaciones que la proliferación de cámaras de vídeo, con vistas a aumentar la seguridad urbana, puede llegar a producir en circunstancias insospechadas.
Es necesario también reflexionar sobre el hecho de que la gran relevancia mediática de este incidente se debe a una circunstancia meramente coyuntural: el que una cámara de vídeo hubiera registrado la agresión y que la secuencia grabada en ella haya sido puesta en manos de los medios de comunicación. Un sondeo efectuado en la prensa catalana esos días dio como resultado natural una abrumadora mayoría en favor de la instalación de cámaras de vigilancia en el Metro barcelonés. No obstante, del mismo modo que se ha demostrado que la pena de muerte no disuade a los asesinos, es de temer que la presencia de cámaras de vigilancia tampoco sea la panacea contra los habituales delincuentes urbanos. Lo que se advierte en los numerosos vídeos sobre atracos a joyerías, donde se observa que las medidas de seguridad resultan ineficaces para impedir el delito, aunque luego faciliten la detención del delincuente.
Aludo en último lugar al racismo. Si un agresor se comporta del modo por todos visto porque cree identificar en la muchacha a una inmigrante, lo mismo hará cuando identifique a rivales deportivos, vecinos que le son molestos, compañeros de trabajo con los que no se entiende, etc. Pero es seguro que el hecho de enfrentarse a una mujer, más joven y débil que él, incapaz de defenderse eficazmente, estimuló su cobarde agresión. En estos casos sólo el temor a encontrar una respuesta firme puede inhibir la innata brutalidad del cobarde bravucón. Las academias que enseñan defensa personal para mujeres podrán explotar con mucho éxito el vídeo en cuestión.
Sólo una educación ciudadana abordada a todos los niveles de la enseñanza pública será capaz de crear, a la larga, esas bases indispensables para una pacífica convivencia en las que se sustenta toda civilización que merezca la pena.
* General de Artillería en la Reserva
http://www.estrelladigital.es/a1.asp?sec=opi&fech=30/10/2007&name=piris
lunes, octubre 29, 2007
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