domingo, octubre 28, 2007

Carmen Posadas, Geneticamente mentirosos

lunes 29 de octubre de 2007
Genéticamente mentirosos

Según una revista científica norteamericana, existe una predisposición genética que hace que algunas personas sean mentirosas y otras, no. Por lo visto, se han hecho estudios con hermanos y personas educadas en ambientes y situaciones similares que indican la existencia de lo que podríamos llamar mentirosos compulsivos. A mí el tema me ha interesado siempre porque –no sé si para bien o para mi desgracia– pertenezco al grupo de los que no mienten (casi) nunca. Soy, para que se hagan una idea, de las que cuando tienen que contar una trola, les tiemblan la voz y las rodillas. También sucede que cuando miento, y suelo hacerlo sobre todo para no herir a otros con mis ‘verdades del barquero’, me tengo que preparar. Necesito planear mi discurso y ensayarlo mentalmente, porque si no lo hago, o si alguien me confronta sin haberme preparado, canto las verdades, aunque me perjudiquen o duelan al contrario. Me gustaría aclarar, sin embargo, que no creo que la Verdad, así con mayúscula, sea siempre mejor que una mentira. De hecho, hay verdades que es mejor callarse, como una pequeña infidelidad pasajera. Temo a esas personas, vade retro, que se jactan de no tener pelos en la lengua, porque después de su declaración suele venir siempre una inconveniencia o una maldad. Dicho esto, me sorprende también sobremanera la frecuencia con que la gente miente sin motivo o lo mucho que arriesga por una trola innecesaria o descabellada. Hace unas semanas supimos de una mujer, presidenta de una asociación de víctimas del 11-S, que urdió todo un cuento chino diciendo que estaba en las Torres Gemelas cuando el desastre. Y no contenta con eso, aseguraba también haber perdido a su marido y trabajar en no sé qué bufete de abogados, cuando ni tenía marido ni había pisado nunca la susodicha firma. Años atrás, cuando se corrió la voz de que yo tenía una relación sentimental con un señor, al que mucho apreciaba pero con el que nunca había salido siquiera a cenar mano a mano, descubrí algo muy curioso: todo el mundo tenía un primo/cuñado/íííííntimo amigo/a que me había visto con esa persona. O bien cenando en París o bien saliendo de un hotel en Nueva York o bien embarcándome en un yate. Todo esto, naturalmente, aderezado con lujo de detalles (el cacho peluco que yo lucía en la muñeca, el abrigazo de martas cibelinas que llevaba, etcétera), detalles tan ‘glamourosos’ como falsos. ¿Por qué miente la gente de ese modo? ¿Por qué se arriesga a que, como la mujer del 11-S, un día se descubra su descomunal impostura y quede como un idiota? ¿Será por inseguridad? ¿Será por maldad? ¿Será por simple egoísmo? El estudio antes mencionado apunta a una razón que casa, por cierto, con otros estudios realizados sobre temas tan distintos y, en apariencia inconexos, como lo que impulsa a los hombres a comprarse un coche deportivo o por qué el ser humano pinta, escribe o hace música. Según esta teoría, el cerebro humano es el equivalente antropológico de la cola de un pavo real. En otras palabras, es un órgano diseñado, primordialmente, para atraer al sexo contrario. De este modo, si alguien baila, canta, escribe un verso o pinta Las Meninas, lo hace, en último término, para que lo amen y lo admiren. Lo mismo ocurre con el deseo de comprarse un Ferrari, e incluso con el empeño de algunos de pasear a una rubia despampanante. Todas estas actitudes sólo intentan enviar un mismo mensaje: «Mírame, qué guapo/a soy, mis genes son los mejores, copula conmigo». Aquí se encuadra también el anhelo de los mentirosos compulsivos, de los que se inventan que estuvieron en las Torres Gemelas o de los que se erigen en testigos de situaciones que nunca tuvieron lugar. Su único afán es tener al menos un minuto de gloria contando que han visto o participado en un hecho relevante. ¿Pero qué ocurre entonces con los que no somos mentirosos y nos tiemblan las rodillas al contar una milonga? Ocurre que usamos otros métodos distintos para desplegar la cola de pavo real y atraer al contrario. Yo sé muy bien cuál es el mío –otro día se lo cuento–, aunque sé (también) que voy a quedar fatal.

http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2527&id_firma=4753

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