miércoles, mayo 09, 2007

Garcia Brera, La lluvia y el gobierno

jueves 10 de mayo de 2007
La lluvia y el gobierno
Miguel Ángel García Brera
N O estoy muy enemistado con la lluvia, -aunque sea estos días tan pertinaz como la sequía en tiempos de Franco- pues procedo de tierra donde el cielo llora con regularidad, pero estoy seguro de que muchos españoles habrán rabiado un poco durante este puente y el anterior y, habrán recordado lo de “piove, ¡porco Goberno!”, aunque el Gobierno nada tiene que hacer frente a la lluvia, y a buen seguro que lo agradecerá ya que es buena para la economía, aunque no tanto para los excursionistas. Seguramente mis compatriotas más festeros habrán recordado igualmente la expresión italiana, y esta vez con razón, al enfrentarse con esa estúpida decisión de restar puntos y acabar quitando el carné de conducir a quien no siga al pie de la letra unas señales de tráfico que parecen situadas, muchas de ellas, por gentes que no habrán recorrido jamás la carretera en que figuran. Es tan abracadabrante la proliferación de señales limitativas de la velocidad, a veces con diferencia tan corta que habría que parar en seco para adaptarse a la que aparece, que en mis tres recientes viajes, posteriores a la entrada en vigor de los puntos, ya me han restado dos por cada desplazamiento, con la multa correspondiente. Y eso que puedo asegurar no haber circulado nunca a grandes velocidades, ni haber sufrido jamás el menor accidente, pese a conducir desde hace 50 años. Como será la dificultad de cumplir la normativa en vigor, que llegué a creer que soy un extraño espécimen, pues no me parecía natural que tuviera yo razón nada menos que frente a toda una Dirección General de Tráfico, teóricamente integrada por ingenieros, políticos y otros sabios en la materia. Para mi satisfacción, sin embargo, acabo de leer el artículo de una novelista con la que tuve el placer de compartir, hace unos diez años, un viaje a China en el curso del cual supe hasta qué punto la, entonces, muchacha se lo tenía creído. Nos pidieron a los integrantes del grupo, invitados como escritores, a explicar nuestra actividades, sentados en esos amplios sillones de los chinos y flanqueados por el inevitable y buenísimo te. Yo hablé, como era lógico, de mis libros, y aproveché para hacerlo también de una Federación española de Periodistas que en aquél tiempo presidía. A la novelista le tocó informar después, y entonces supe que estaba mosca por el hecho de que la persona que mas deferencias recibía en el grupo era yo, aunque ella no sabía entonces que nada era debido a que valorasen más mis poemas que sus novelas, sino al hecho de que yo era un venerable viejo con barba y, además, ¡oh misterio!, en China ser presidente de una Federación era algo importantísimo. La novelista, que no era otra que Rosa Montero, aparte de explicar su currículo, dedicó una parrafada envenenada a quitar importancia a mi presidencia y dejar claro que, en el grupo, la importante era ella, sobre todo por escribir en “El País”. Como manos blancas no ofenden, y por curiosidad, desde que escribe en conservador tras haber sido “progre”, suelo leer sus artículos y no me disgusta que en el, tan reciente, titulado “El Puente”, la novelista se exprese sobre la cuestión del mismo modo que yo venía pensando. Ella afirma: “España está llena de señales de limitación de velocidad totalmente absurdas…marcas ridículas que nadie obedece porque, si lo hiciera, probablemente provocaría un accidente”. No puede describirse mejor la realidad de lo que han montado los últimos sabios de la Dirección General de Tráfico. Añadiré lo peligroso que resulta ir comprobando continuamente que el velocímetro no pasa de la velocidad legal o atemperarlo a los cambios de señales. Así que, ¿a quién va a extrañar que el CIS haya tenido que tabular una encuesta en que, junto a problemas tan tremendos como el terrorismo, el paro, la inmigración o la vivienda, los ciudadanos han manifestado su honda preocupación por la clase política? Lo que resulta natural si, empezando por el presidente, nos encontramos a un político que, al día siguiente de asegurar sobre terrorismo que “Vamos a estar mejor”, le vuelan un aparcamiento del aeropuerto o, cuando va a la Bolsa a presentar los “magníficos resultados económicos de su Gobierno”, ve iniciar una bajada espectacular de los valores bursátiles. Ahora parece que anda empeñado en buscar un logotipo para los impresos oficiales. ¿No sabrá que el Gobierno no tiene logotipo propio, sino el del Estado, que es el escudo nacional? Claro que si se empeña, habrá que tirar a la basura millones de impresos y encargar otros con el logotipo de marras. Como soy bien pensado, no se me ocurre que alguien quiera fabricar, con cargo al Tesoro Público, los montones de resmas que será necesario imprimir con el nuevo logotipo. Finalizaré con un réquiem por quien fue algo amigo, el juez Navarro Estevan. Me lo presentó un buen periodista, Alcocer, hacia el año 1960, cuando no era juez, sino Profesor de la Escuela de Mandos “José Antonio”, donde se formaban los Oficiales Instructores del Frente de Juventudes. Al tiempo, Navarro Estevan andaba buscando quehacer por la Delegación Nacional de Sindicatos, y, entre café y café, cuando nos encontrábamos algunas veces, llegué a la conclusión de que era un comunista empecinado, lo que comenté con el común amigo Alcocer, manifestando mi extrañeza de que los mandos del Movimiento fueran formados por una persona con tal inclinación ideológica. Alcocer lo comentó a su vez con Navarro, sin darle mayor importancia, pero faltó tiempo para que éste me viniera a ver al despacho para indicarme que sabía de mi conversación con el amigo común y que, aparte de que tendría que atenerme a las consecuencias, me prohibía totalmente que hablara de su credo ideológico, pues le podía hacer mucho daño en sus pretensiones públicas. No era necesario que me lo dijera, pues nunca he tenido vocación de soplón; el comentario con Alcocer, que, además de ser su amigo, no tenía puesto desde el que pudiera perjudicar a nadie, no le hacía daño alguno. Más tarde Navarro pretendió entrar en politica, iniciándose en el Congreso por Almería y luego, con el carné de socialista en la mano, ingresó en la Judicatura. Tuve varios asuntos en Salas donde ejercía de Magistrado, y siempre nos saludamos como viejos conocidos, aunque ni yo quise ser amigo de quien me había amenazado, sin razón, ni el tampoco querría reconocer que yo fui siempre un liberal, incapaz de hacer mal alguno por motivos ideológicos. Ahora, al saber que ha fallecido, he rezado por él, aunque, si estuviera vivo tal vez me lo reprochara con tanta vehemencia como lo hizo cuando me sorprendí de que, siendo comunista empedernido, escondiera su sentir hasta el punto de enseñar en la Academia de un Régimen que destacaba por ser el más opuesto al que despertaba su admiración.

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