jueves 31 de mayo de 2007
Del voto al panorama, o viceversa
Óscar Molina
L AS recientes elecciones municipales y autonómicas nos dejan alguna que otra conclusión. La primera es que el PP vuelve a ganar, siete años después, unos comicios a nivel nacional. Planteadas como estaban en clave de primarias, el resultado para Rajoy es bueno, aunque no todo lo favorable que seguramente él esperaba, ni todo lo negativo que para el PSOE cabía prever con la que está cayendo. Está demostrado que los cuerpos sociales se mueven a través de lentas tendencias que no remiten con facilidad, y en este sentido creo que los vientos de cambio han hecho aparición, aunque no puede decirse que sean huracanados. Es casi seguro, en mi opinión, que Rajoy superará en votos a Rodríguez Zapatero en la próxima cita electoral, las generales. Primero porque, como he dicho, a la gente le cuesta cambiar de opinión pero cuando lo hace la vuelta atrás es improbable, y parece claro que la pendiente por la cual resbala el agua de la opinión pública se ha inclinado por el Partido Popular. En segundo lugar porque el Presidente anda metido en espinosos jardines que no sólo no mejoran, sino que amenazan con dejarle el traje de candidato con más de un jirón. De no suceder, como ocurrió en 2004, algo inesperado y que podría consistir en el auxilio de ETA por el que el Apóstol del Talante viene arrastrando al Estado de Derecho, las elecciones las ganará el Partido Popular. Pero mucho ojo, que ganar no significa gobernar, y menos aún si Rajoy no es capaz de capitalizar el descontento ante tanta ignominia de una manera contundente, cosa que de momento no ha hecho. Hay cosas que a mí me llaman mucho más la atención. Cosas como son los distintos panoramas sociales de los lugares donde ganan unos y otros, su reflejo en las urnas, y la retroalimentación del esquema hacia el sentido del voto mayoritario. La mayoría de las comunidades en las que ha ganado el Partido Popular son feudos históricos, como La Rioja, Castilla y León o Cantabria. A ellas se incorporan, desde hace tiempo, otras en las que el apoyo del electorado al partido de Rajoy es cada vez mayor. Es el caso de Madrid, Valencia o Murcia, lugares en los que gobernaba el Partido Socialista hasta hace unos diez o doce años y que una vez han entrado en la órbita popular, refuerzan con su voto la continuidad. Hablamos, a rasgos generales, de la España que progresa, de sus referentes económicos y sociales, de los lugares donde más se emprende, con más relaciones empresariales e institucionales con el exterior, mayor renta per cápita y con una presencia más efectiva en todo lo que signifique vanguardia. Las comunidades socialistas son, por el contrario y si exceptuamos el Aragón del Ebro no trasvasado, regiones en las que el índice de fracaso escolar es más alto, la creación de empresas está bajo mínimos, el paro es más elevado, la renta familiar más baja y la organización social ha sido sustituida por la presencia de los organismo públicos. Ello ocurre en coincidencia con el sentido de su voto desde los comienzos de la democracia, y ocurre sin que desde entonces las cosas hayan progresado mucho en relación a otras comunidades. La cuestión es averiguar qué es antes, si un cuerpo social que vota de una determinada manera por cómo es, o unas prácticas de gobierno que moldean a una sociedad para recoger luego su premio en forma de papeleta. Es difícil afirmar categóricamente que sólo uno de los fenómenos se esté produciendo, pero me inclino a creer que son determinados modos de gobierno los que, al final, pesan sobre las mayorías electorales. En las comunidades que el Partido Popular no ha soltado desde que llegó, la gente premia la preponderancia de la sociedad sobre el Estado, el respeto al albedrío individual, el menor peso de lo fastidiosamente público a todos los niveles o la primacía del individuo ante un supuesto bien general que jamás se consigue con otras políticas. En definitiva, aquello que una vez probado no se abandona: mayores dosis de libertad individual que traen prosperidad y, paradójicamente, superiores logros colectivos. No es casualidad que la Comunidad de Madrid haya creado en los últimos cuatro años uno de cada dos empleos del total nacional, ni que el ambicioso y realizado programa de obras públicas e infraestructuras se haya culminado en un lugar donde se bajan los impuestos. No lo es tampoco la pujanza de la clase empresarial valenciana o murciana. No resulta a priori muy lógico el entusiasmo colectivo que provocó el excelente proyecto olímpico de la capital, en un lugar donde supuestamente reina el individualismo feroz. En estas comunidades las diferencias sociales son menores, el reparto de la riqueza más equitativo, y la clase media tiene una mayor presencia y nivel de vida que en Extremadura, Andalucía o Castilla la Mancha. La España que progresa lo hace porque no vive atada ni a viejos sueños nacionalistas donde el mito es superior al individuo, ni a presuntas políticas de mejora social que no mejoran nada, y de las que luego no es fácil escapar. La España que, según los fríos números cada día se separa más de la anterior, vota mayoritariamente socialista o nacionalista. Lugares como Cataluña o el País Vasco, antaño locomotoras, ven como su competitividad económica y su vanguardismo secular empiezan a difuminarse en una ruina social, envenenada por la cotidiana enseñanza de que cualquier cosa es susceptible de sacrificarse en los altares de la nación. Los antiguos motores de creaban riqueza para España y se nutrían de su gente para hacerlo posible, hoy se hunden en un lodazal de odio a lo español. Qué paradoja. Un triste espectáculo en el que a la cultura se la identifica con cualquier chorrada que sea lo suficientemente “alternativa” y en el que el individuo, el ser humano, su iniciativa, su creación y hasta sus credos están supeditados a la verdad única y colectiva: los presuntos derechos históricos del pueblo al que pertenece, la indispensable recuperación de lo que según los falseadores de la Historia les arrebataron los abuelos de la España que progresa a los suyos. Y ello a pesar de que la prosperidad de antaño fue obra de quienes vivían libres de la dictadura de la fábula identitaria. Otros sitios, como Andalucía o Extremadura, engrasan con su voto la trampa en la que cayeron muchos que aceptaron ser alimentados económica, social o culturalmente por los poderes públicos y hoy no se atreven a mandar a casa quienes les han cegado toda posibilidad de buscarse la vida por su cuenta. En esos lugares gran parte de la mayoría socialista está fundamentada en la dependencia que el individuo tiene de la Administración, en la castración política de la facultad de hacerse valer como sociedad y en el miedo a perder el sustento de todo tipo si la mano que da de comer es relevada por otra. Es el temor a ser individuo en toda su dimensión, algo que puede envolverse en papeles de bonitos colores con leyendas como “justicia social”, “reparto de la riqueza”, “subvención a la cultura”, “servicio público esencial” o “educación para la ciudadanía”. Atractivos engaños que no esconden sino la intención de hacer eterna la dependencia de la sociedad respecto del poder político, con el objetivo de que el panorama se refleje en la urna y la urna devuelva las mayorías que hacen posible que el panorama no cambie.
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