viernes 1 de junio de 2007
¡Oh Democracia, cuan débil creces en España!
Miguel Ángel García Brera
E L pasado 27, voté por correo, y me fui a un pueblecito idílico de esos que hay muchos en España, aunque yo adore particularmente éste donde se habla un chapurreado castellano-valenciano-catalán, que entiendo muy bien, y que, posiblemente, termine hablando ya que mis vecinos en esa localidad son parlanchines como hay pocos; apenas abres la puerta de la calle, ya hay alguno que te saluda y pega la hebra, cosa muy de agradecer para el que llega sin otra cosa por hacer que pasear y disfrutar de un conjunto monumental urbano como hay pocos y de un entorno, precioso, de olivos, viñas, cerezos y cereales, con colinas donde asienta sus reales la devoción expresada en ermitas deliciosas, casi colindantes de yacimientos arqueológicos iberos, y con horizontes rotos por el perfil de una sierra con grises atrayentes y blancos que, además de por la forma de acantilado, no dejan de recordar las rocas blancas de Dover. ¿Qué mejor que la charla del pueblo, la auténtica, recibida de propia mano y en los paisajes, donde, decía bien el poeta, que se hace camino al andar? Voté, ya digo, por correo, con demasiada incomodidad -tres veces tuve que ir a la estafeta hasta terminar el trámite-, de tal modo que, de haberlo sabido, tal vez hubiera sido uno de los abstencionistas, cosa por otro lado bien lógica en una persona de edad que conserva la sensatez. ¿Qué ilusión de participar puede tener el que ha de votar a una lista cerrada, sin que ello signifique ni siquiera que, si su lista gana, gobernarán quienes la integran, pues, de no ser gananciosos con mayoría absoluta, tendrán que someterse al pacto y, como mínimo, depurar a la baja su programa para engarzarlo con el de otros a los que uno no votó o, incluso, repudia firmemente? Del resultado de las elecciones no he sacado lección alguna que me permita variar esa decepción con que vivo la política española. Y no hablo ahora de la corrupción, que sería otro cantar, sino de la cuestión electoral, en donde se asienta el arranque mismo de la democracia. Si en la base del sistema no está la real posibilidad de que el pueblo pueda elegir a los dirigentes, sino sólo la de optar por un partido y dejar el gobierno al albur de los resultados de otros, aunque aquél sea mayoritario, la democracia es pura frustración para el votante. En el pueblo al que aludo en el comienzo de este artículo, hacia 75 años, según me dicen, que no había ganado el PSOE ni una sola elección, pero esta vez sí lo ha conseguido. El día antes de acudir a las urnas, algunos me pusieron en antecedentes de que por el PP hubo dos precandidatos: Una mujer al parecer muy del gusto de la gente –supongo que de la simpatizante de ese Partido y un hombre más del gusto de los burócratas comarcales. Parecido a lo que también ocurrió en Madrid con el PSOE, que embarcó a Miguel Sebastián en una misión imposible, puesto que en el PSM no fue recibido con palmas, en el pueblo del que vengo hablando se forzó la candidatura del paniaguado comarcal. En ambos casos – Madrid y el innominado pueblo - los propios militantes, o algunos de ellos, debieron rebelarse y decidieron no votar ni a su candidato, que verdaderamente, como he dicho, no era el suyo sino el del Jefe, comarcal o nacional, pues en el caso de Sebastián quien lo ató al duro yunque fue el mismísimo Zapatero, después de que no picaran el astuto Bono ni la mefistofélica De la Vega. Otras enseñanzas he sacado de mi inmersión en el pueblo. Algunos simpatizantes o afiliados del PP, -cosa que no puedo saber con exactitud porque no suelo preguntar sobre esas cosas y sólo de las conversaciones deduzco las simpatías políticas- me contaban cómo en anteriores legislaturas, el hecho de que ganara las elecciones municipales el PP, mientras se alzaba con las autonómicas una Formación regionalista, supuso que el pueblo no recibió ayuda ni se realizó proyecto alguno con fondos del Gobierno Autonómico. Algo semejante a la que ocurre en la Autonomía de Madrid, según viene denunciando Esperanza Aguirre, dada la disidencia entre su Partido y el que gobierna la nación. Lo curioso es que mis interlocutores, daban por bueno que para que el pueblo no se quede anclado sin progreso económico, era mejor que votar a su propio partido, hacerlo a aquel que presumiblemente fuera a ganar la presidencia de la Comunidad. Es más, llegaron a contarme que, no hace mucho, una Corporación del PP fue invitada a que sus miembros cambiaran su militancia a la del partido gobernante en la Autonomía, para de ese modo garantizar que se verían atendidas las necesidades del pueblo. Lo que al parecer hicieron, recibiendo la prometida ventaja. Así es que, gobernando ahora el PSOE en la Comunidad, cuyo nombre no acabaré por dar, pues no creo que sea un caso aislado, sino expresión de los que ocurre en nuestra nación, los ciudadanos –incluidos los que votaron a la actual oposición- del maravilloso pueblo, de cuyo nombre sí quiero acordarme, pero no voy a decirlo, están en cierto modo contentos de que haya ganado el PSOE por mayoría absoluta. Piensan, me han dicho, que por encima del sentimiento ideológico, desean que su pueblo prospere y la única manera de recibir apoyo económico institucional es coincidir políticamente con quien tiene las llaves del presupuesto nacional o autonómico. O sea que eso de “seré el gobernante de todos”, puesto en boca de quien gana una elección, no es más que una promesa para incumplirla, como enseñaba Tierno, y muy bien ha aprendido su discípulo Miguel Sebastián, quien, en campaña, afirmó que iba a estar en el Ayuntamiento y a ocuparse de Madrid, ganara o perdiera, pero le ha faltado tiempo para presentar su dimisión como concejal. He leído en un titular que se retira de la política, pero no lo creo. Don José Luis que le hizo pasar por Don Tancredo, ya le encontrará un buen acomodo que compense la sensación de repudio que debe asaltar al perdedor, tras haber quedado a la altura más baja que se pueda quedar en una contienda electoral y encima haciendo doblete en la Caja Tonta, ante una importante audiencia a la que costará olvidar la afición del candidato a teñir de rosa los debates
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