viernes, mayo 11, 2007

Blanca Sanchez de Haro, El tiempo inabarcable

sabado 12 de mayo de 2007
El tiempo inabarcable
Blanca Sánchez de Haro
Q UEDABAN muchos minutos para consumir la noche, ésta apenas había comenzado. Quedan todos los minutos que el miedo y la indecisión habían abortado. Minutos en los que las palabras podrían haber evitado o demostrado algo. Pero el sonar de la música robaba cualquiera de esas posibilidades. Esos acordes trágicos y hasta cierto punto malvados, esas notas arrancadas de la improvisación del pianista, hacían de la realidad más inmediata una tensa secuencia de minutos inalcanzables. Lo estaba sintiendo; la trompeta se dolía tímidamente desde su profundo y metálico abismo sin hallar en los ritmos del Jazz el momento preciso para intentar hacerse dueña del tiempo. A ella también le quemaba dentro la necesidad de reaccionar pero su ritmo se prolongaba como las crudas notas que emergían del esforzado aliento de la trompeta, y no encontraba otra forma de desatarlo que no fuera el desorden quebrado y rítmico del sostenido. Un sábado por la noche en cualquier pub, un concierto de Jazz encerrado entre la multitud minúscula que ocupaba las mesas o se mantenía en pié frente al estrado. El bajo, la trompeta, el teclado, la batería. Durante unos segundos imaginó que volvía la mirada hacia él, buscando su aprobación. Pero las notas rasgadas y livianas del bajo, fluyendo con la pereza de quien empieza algo sin convicción de poder acabarlo, le devolviera a la realidad de estar sola. Imaginó que él abría la puerta de la calle al otro lado del local, y advirtió la visita imprevista del frío recorriendo su espalda. No pudo evitar estremecerse. La batería y la trompeta se encadenaron en un esfuerzo titánico que ascendía y descendía a ritmos alternos entre la pertinaz abulia del bajo. El teclado fue apagando su clamor por completo hasta quedar a solas treinta segundos. Entonces creyó de nuevo verlo junto a la tarima, asintiendo y acompañando los acordes con la cabeza. Miró para cerciorarse y recordó de nuevo la puerta abriéndose y a él desapareciendo en la oscuridad de la calle. Las teclas del piano enfurecieron, llegando a hilar una melodía tan perversa y alterada como sus propios sueños, una metáfora musical más o menos precisa de su propio latido interior. Fue como retar al coraje, invitar a la lid: El bajo en primer lugar sucumbió, entregándose más allá de sus posibilidades al ritmo distorsionado del piano. La batería gritó, se deshizo en reverberaciones metálicas y repetitivas, superando su estruendo a cada nuevo intento. Aún se mantenía inerte el metal cromado y frío de la trompeta, reponiéndose de su última inconsciente valentía. Aún ella tenía clavados los ojos en la puerta de la calle, el frío alojado en la espina dorsal y la angustiosa necesidad de atrapar la imprecisión del tiempo y reaccionar. Entonces los tres músicos comenzaron a casar sus notas pausadamente, rindiéndose al agotamiento y a la imposibilidad de alcanzar algo más allá de lo conseguido. Ella masticó ese instante el total de los silencios y consumió esa mínima fracción de la noche comprendiendo. La comprensión le llegó desde lo más oculto de sus miedos y le hizo saborear el veneno de la soledad por primera vez en su vida. Mirar esa puerta y verlo a él fundiéndose con la oscuridad de la noche sin tan solo un adiós. Cerró los ojos, abrazó el metal dormido de su instrumento y lo acercó con inquietante sensualidad a los labios. Aún esperó unos segundos y entonces, escuchó explotar ese quejido incógnito y abismal estallando en infinidad de volutas musicales que se enredaban y mantenían milagrosamente en el aire hasta el quiebro agónico y dramático de lo exhausto que siempre precede al silencio. Un sábado por la noche, en cualquier pub, un concierto de Jazz encerrado entre la minúscula multitud que se había ausentado de repente. Una noche en la que los minutos habían sido arrancados brutalmente del tiempo. Abrió los ojos; miles de irreconocibles figuras la observaban desde los grabados de la pared; dos mujeres de principios de siglo toman un café en un velador, una foto familiar, un caballero vestido de negro y apoyado en la fragilidad de un bastón de caña; pedazos de vidas ajenas plasmadas e inmutables sobre cartulina, vidas que ya no tenían tiempo. Las sillas habían invertido cómicamente su figura sobre las mesas de mármol. En la barra; ruido de grifos abiertos y de vasos chocando entre sí. El banco y negro de las baldosas del suelo confundiéndose en un entrañable gris de suciedad. Uno de los compañeros del cuarteto se acercó a ella y le susurro: “Tenemos que marcharnos”. Miró hacia la puerta de la calle una vez más, esta vez iba a ser la última vez. En su mano derecha aún temblaba el metal cromado y caliente de la trompeta y en sus labios, como el sabor del último beso, ardía el reciente contacto con lo más íntimo de la música, con lo más incomprensible de ella misma, con lo más inabarcable del tiempo.

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