jueves 10 de mayo de 2007
Recuerdos de una infancia rota
Félix Arbolí
T ODOS tenemos un vago recuerdo de nuestros años de infancia. Aunque existen hechos de esta época que permanecen fieles y precisos en nuestra mente, con su inevitable secuela desagradable o grata según las circunstancias que los rodearon. Para la inmensa mayoría de los niños, que no tuvieron que padecer las calamidades y horrores de una preguerra, guerra y posguerra, la infancia ha sido y es una etapa feliz, de ilusiones más o menos realizadas y caricias recibidas. Nada desagradable enturbia su imaginación cuando recuerdan estos años, ni aún siquiera la muerte de un ser querido, ya que sus pocos años le impermeabilizan contra el dolor. Lo se por experiencia al perder a mi padre a los cuatro años de mi llegada. De él recuerdo su rostro, gracias a una foto que conservaba mi madre y el detalle de su muerte, cuando asomado al balcón de casa creía ver pasar su cadáver en una nube buscando su destino más allá de las estrellas. Una escena que jamás se ha separado de mi memoria y que escenifico al detalle cada vez que rozo el tema. Misterios de la mente humana. Nada más conservo sobre ese ser tan admirable que tuve la suerte de que me diera su ejemplo y su apellido. Su huella y benéfica influencia me ha estado protegiendo a lo largo de mi vida y espero tenerlo cercano en el instante de mi muerte para que pueda acompañarme en esa eternidad que él conoce y disfruta. Los recuerdos infantiles lejos de añoranzas y gratas sensaciones me producen tristeza y pesar. He sido un niño maltratado por las carencias materiales de todo tipo, normal en la difícil época que me tocó vivir y los excesos de una educación espartana, en el aspecto familiar, social y docente, en la que el hacer, hablar, desear y hasta pensar eran conceptos sometidos a una férrea censura. Evocaciones de una infancia rota y testimonios sobre una generación que no tuvo oportunidad de vivir en libertad. Mi memoria emocional revive pesarosa los episodios de una desagradable época histórica que solo los cretinos intentan resucitar. Son recuerdos que están en blanco y negro, ya que desconocíamos los colores. No pudimos apreciar el verde de la esperanza, porque limitaron nuestras aspiraciones, ni el rojo de la pasión, por ser asunto gravemente peligroso para las mentes pacatas que nos atosigaban. El azul era solo mar y cielo, escenarios muy distantes en nuestras posibilidades de entonces. Y pare usted de contar. Solo conocíamos el blanco de nuestra ingenuidad y el negro de nuestras calamidades. Mis primeras evocaciones me llevan hasta un colegio de monjas, situado en la llamada Torre Tavira gaditana. Allí permanecí hasta que hice la Primera Comunión, cuando solo contaba seis años de edad. Del colegio me queda la imagen de una monja llamada Sor Bernarda, joven y sobrada de carnes, que cuando uno de los críos se desmandaba le soltaba un cachete y se ponía roja como un pimiento, señalándosele las venas del cuello. Fui frecuente candidato y receptor de sus rabietas. La paciencia no era precisamente una de sus virtudes, aunque luego pasado el temporal era una profesora admirable y una religiosa encantadora. Dentro de la nebulosa que me envuelve al recordar esos años, advierto que no fueron difíciles ni desagradables. A este centro debo las primeras andanzas que me permitieron iniciar el camino del saber y el estar y me inculcaron unas creencias y maneras de ser que, capeando marejadas y marejadillas, continúan influyendo en mi vida y espero que me acompañen hasta el momento de la despedida final. Sobre mi Primera Comunión, ese día que dicen es el más feliz de nuestra vida, según los recordatorios, no me ha quedado ningún detalle especial. Me recuerdo todo de blanco, en unión de mi hermano un año y meses mayor, el desayuno en casa a base de chocolate con churros, que allí llamábamos “tejeringos”, junto a mi madre, hermanos y Juana, esa admirable mujer que nos atendía desde que llegamos a este mundo y que no quiso abandonarnos, a la que queríamos como una segunda madre. Permanece fija en mi memoria la tremenda paliza al recorrernos andando toda la ciudad, estrenando ropa y calzado, para visitar a parientes y amigos. Un auténtico martirio que nos hacía desear que ese fastidioso día terminara cuanto antes. La llegada de Cristo a nuestro Sagrario corporal no alivió las miserias de la vida en la que nos hallábamos inmersos. Hay un paréntesis en blanco, totalmente limpio de imágenes y sucesos, hasta mi etapa escolar en el colegio del Padre Franco, ya residiendo en la vecina y entrañable isla de San Fernando. Un canónigo de la Catedral gaditana, con aspecto de gigante Gargantúa, voz autoritaria y feroz mirada, que era el director y propietario del centro y que en el fondo era un ser extraordinario y muy humano, sensible a los problemas de los demás. En él continué los estudios hasta el examen de ingreso en el bachiller que aprobé a la primera y por libre en el Instituto Columela de Cádiz, a los nueve años de edad. En este centro, de enormes resonancias en mi vida, sentí de cerca y consciente la desagradable realidad de la muerte, en ese chiquito pelirrojo y gangoso, mi mejor amigo de ese centro. Fue un trauma que me sacudió profundamente, porque entonces me era incomprensible e impensable que un niño pudiera morir. Cuando al día siguiente nos lo dijo la profesora, mi inolvidable y querida Pepita Barbacid, al notar el vacío de su pupitre, los peques sufrimos nuestra primera sacudida de desagradable vivencia. Otro detalle que me ha quedado fijo de aquella lejana época es la preocupación, amargura y miedo de otro de mis compañeros más asiduos, al llevar varios meses sin recibir noticias de su padre, voluntario en la División Azul en la aireada “cruzada” contra el comunismo. Un enrolamiento que según me explicó, con esa carencia de hipocresía propia de los críos, tenía más motivos económicos de ayudar a la familia, que de ideal político. Ignoro el desenlace de su aventura familiar. Lo que si me acuerdo es de la increíble e ingeniosa travesura de mis compañeros, macacos de nueve o diez años, que tiraban lápices, gomas, o sacapuntas bajo la mesa de la profesora, para que al ir a cogerlos tuvieran la oportunidad de admirar la profundidad de sus piernas, ya que en esos años los pantalones eran prendas exclusivas del varón. Ella ignoraba esta picaresca infantil, pues no podía imaginar que esos angelicales pequeños tuvieran tales tentaciones. Fueron años felices, con los lógicos sobresaltos ajenos a la edad que ofrece la vida y que cuando surgen en mi mente y despiertan los recuerdos se evocan con nostalgia. Suponen esos escasos años en los que la vida aún no me había mostrado sus desagradables realidades. Eran mis tiempos de Acción Católica, ayudas de misas y noches de adoraciones nocturnas ante el Santísimo. Cuando la religión y la Iglesia formaban parte fundamental de nuestras vidas y la confesión y comunión era una práctica habitual, aunque no siempre sentida profundamente. Los rezos del rosario en familia, donde yo nunca lograba pasar más allá del tercer misterio sin rendirme a ese profundo sueño propio de la infancia. Mi casa era un altar constante donde Dios estaba siempre presente y mi madre se encargaba de que se notara su fuerza e influencia en todo momento. A veces pienso que tanta religiosidad, esa fe impuesta tan radicalmente, resultaron contraproducentes, porque los excesos nunca son recomendables bajo ningún aspecto o intención. La vida me enseñó posteriormente a diferenciar la realidad del ideal y las prácticas religiosas de nuestros sentimientos más sinceros. Quizás con menos dosis y constancia, hubiese podido digerir más fácilmente el contenido. El bachiller en un colegio religioso, los marianistas de Cádiz, hizo que se esfumara totalmente el espejismo donde hasta entonces había vivido. Son muy variados los recuerdos de esos siete años entre estos religiosos, que vestían de seglares aunque de negro riguroso, sombrero incluido. Ignoro si continuarán con este vestuario. Lo que si resultaba curioso era el obligado uso del sombrero, cuando su fundador el Beato Padre Chaminade, usaba sotana sin cubrecabeza alguno. El primer detalle que me viene a la memoria es un profesor, don Venancio, al que los estudiantes llamábamos “el castora”, por la forma de su sombrero, que nos daba clases de francés. Era una persona alegre y encantadora, que nos divertía a todos cuando tras los ventanales abiertos a la calle, (estábamos en el primer piso), pasaba alguna chavala de buen ver y a veces se le escapaba algún piropo admirativo, nada grosero o se le iban los ojos tras la moza haciéndole chiribitas. Al año siguiente, ya no figuraba en el cuadro de profesores. Había abandonado la congregación siguiendo los dictados de sus sentimientos. Una excelente persona que dentro o fuera de la Orden, estoy seguro, serviría a Dios con sinceridad y honestidad. Era un colegio de elite, donde los apellidos de sus alumnos figuraban en las noticias y sucesos de la alta sociedad. No había excepciones. Bueno, sí, aquellos pocos que por becas o cualquier otro medio habían conseguido llegar a formar parte de esa selecta comunidad y que a pesar de mis cortos años supe distinguir, no solo por su manera de vestir, sino por la forma en que eran tratados por los profesores y algunos alumnos. No hay nada más humillante para un ser humano que verse rodeado de “super”, sin poder ocultar sus carencias y diferencias. Ni niños que no ejerzan de tiranos y sean insensibles a las limitaciones y defectos del compañero. Es triste reconocerlo. Ejemplos no muy edificantes y gratos me suponen esos años de colegio. Exhibiciones de lujos y caprichos por los hijos de padres pudientes, que miraban por encima del hombro a sus compañeros menos afortunados, aunque sus fortunas en muchos casos no eran de procedencia honesta y limpia, como pude comprobar en muchos casos. También pude advertir que algunos castigos y represiones se llevaron a cabo con distinta vara de medir, según el árbol genealógico y las cifras de la cuenta corriente familiar. Con sinceridad, no tengo añoranzas de ese centro escolar, aunque hubo magníficas excepciones entre educadores y alumnos y he de reconocer que sus enseñanzas calaron hondo en nuestras mentes abiertas al saber y a las normas del correcto comportamiento. Sin obviar que me ayudaron en la búsqueda de una explicación a muchos problemas que me atormentaban y fortalecieron mis creencias religiosas, que el tiempo, los avatares y las nuevas corrientes imperantes, no han logrado borrar del todo. Recuerdo anecdótico, el que recién terminada la guerra, año 1941, antes de iniciar las clases, formábamos todos los cursos ante la fachada principal y mientras izaban la bandera española cantábamos el himno cuya letra había escrito José María Pemán, mi insigne paisano y amigo, ya desaparecido, educado en ese centro y presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos. Una letra que se iniciaba, creo recordar con “Viva España, alzad los brazos, hijos del pueblo español que vuelve a resurgir” y cuyo estribillo repetía “Gloria a la Patria que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol”. Como tantos otros que se escribieron, no llegó a implantarse y continuamos sin himno oficial en un país de escritores y poetas, pero escaso de buenos patriotas. Vivencia grata y optimista mi paso por la Facultad de Derecho de Sevilla, casi recién estrenada y esos exámenes por libre lidiando con el Romano, el Natural, el Civil, el Español y tantos otros derechos, que luego la realidad te hacer ver que no siempre sirven para defender una noble causa, ni está en el lado de los justos. Ese ligue que desaproveché, (era un encanto de criatura), por no perderme el examen, que luego no me sirvió, pues me suspendieron en esa asignatura. ¡Cuantas veces he lamentado no haber optado por el amor en esa ocasión!. Las tardes sentado en una terraza contemplando ese maravilloso edificio de la Catedral, con el soberbio mausoleo de Colón llevado a hombro por cuatro figuras representando a reyes y su famosísima Giralda, viendo pasar a ese mujerío que aliviaba las penas y aumentaba los ardores de la pasión juvenil. Sevilla es un marco inolvidable y de enorme influencia imaginativa para todo aquel que ha tenido la oportunidad de disfrutarla y conste que mi Cádiz, esa “Tacita de Plata”, estará ostentando siempre un lugar preeminente en mi vida. No puedo omitir al padre Germán, el carmelita de la iglesia de la Patrona de San Fernando, con el que mantuve una magnífica y sincera amistad. A él le debo mi pasión por la fascinante Filosofía, a la que llegué a conocer en profundidad gracias a sus desinteresadas y eficaces clases que me daba mientras paseábamos por el claustro del convento, al estilo aristotélico. Sus tardes filosóficas, que jamás olvidaré, me supuso una matricula de honor de esta asignatura en el último curso del bachiller y la nota máxima, un diez, en el examen de Derecho Natural en la Facultad de Sevilla, a pesar de que iba como alumno libre. Sus peripatéticas clases eran un motivo de disfrutar aprendiendo, sin apenas esforzarme. Buen fraile y gran profesor. Pequeño de estatura pero enorme en su generosidad y entrega a los demás. Recuerdos, añoranzas, tristezas y alegrías de una época que pudo ser la mejor de mi vida, por razones de esa edad que nos hace inmunes a la tragedia y al dolor interno, pero que unos adultos irresponsables y mentecatos nos fastidiaron con sus salvajadas, origen de una guerra posterior y germen de unos rencores que aún no han acabado, y que nos hicieron padecer el hambre y la miseria, no ya solo materiales, que suelen tener más fácil alivio, sino aquellas que se enquistan en el alma y nos hacen adultos sin apenas haber tenido oportunidad de jugar con la pelota o la muñeca, según nuestro sexo. Y esa turbulenta y larga situación de auténtica angustia vital la sufrí de lleno robándome la infancia y ahora pretende fastidiarme la vejez.
jueves, mayo 10, 2007
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