jueves 10 de mayo de 2007
La escalera interminable
Félix Arbolí
C ONSERVO un pequeño cuadro en madera con la cabeza de una brujita de cerámica y en relieve, titulado “La Bruja de la suerte”, procedente de mi antigua librería. Hoy mientras me afeitaba la vi reflejada en el espejo y se me ocurrió releer el texto, quedándome con su frase final “el último escalón de la mala suerte es el primero de la buena”. Sencilla y lógica conclusión contra la que no se puede oponer tesis alguna. Pero yo le pregunto a mi brujita, ¿cuántos peldaños tiene ese escalera de desdichas?. ¿Nos dará tiempo subirla antes de que nos precipitemos al vacío desde la altura y caigamos en el foso de la eternidad?. Los humanos, intentamos buscar rápidamente consuelo a nuestros males a base de prometernos un periodo de bienes. Pretendemos auto engañarnos para superar los tiempos nefastos y difíciles.” Después de la tormenta viene la calma”. Exacto, pero nadie nos predice cuanto durará esa tormenta, ni si el daño que causará será irreversible. Otra frase muy extendida y tajante “No hay mal que cien años dure”. Normal. ¿Es que acaso el ser humano, salvo raras excepciones, llega a alcanzar esa longevidad?. No es el mal el que no dura, sino el infeliz humano que lo sufre. En uno de mis artículos de finales del pasado diciembre, en fechas cercanas anteriores o posteriores a la Navidad, exponía mi temor de que en el año actual me iba a ocurrir algo que me afectaría grave y seriamente. Lo presentía aunque no existiera motivo alguno para ello. Era una extraña sensación de que me amenazaba algo penoso y desagradable. Nunca he tenido, ni pretendo tener poderes adivinatorios, ya que jamás he visto más allá de lo que me limitan las gafas, ni poseo la habilidad de esa brujita de la serie televisiva cuando movía graciosamente su nariz. Pero sentía auténtico pavor del año que iba a comenzar. En términos coloquiales tenía “canguelo” porque presagiaba que algo y nada bueno iba a sucederme a partir de esa nueva fecha del calendario. Me daba perfecta cuenta que mi horno no estaba para bollos. Posiblemente una consecuencia del paso de los años, cuando comprendemos la insignificancia de nuestra existencia y lo absurdo de nuestra lucha persiguiendo el éxito a costa de sacrificar en el empeño los mejores años de nuestra preciosa juventud. Descubrimos la cruda realidad al comprobar la desaparición de tantos amigos, familiares y conocidos que son de nuestra “quinta” o nos han acompañado en un largo trecho. . Desgraciadamente, mis sospechas se confirmaron y las estoy pasando canutas o como vulgarmente se dice, me están haciendo la puñeta. Parece que me han echado “mal de ojo”, como llaman a la sucesión de infortunios los crédulos de necedades. Primero fue mi ingreso urgente y posterior estancia en esa incómoda residencia, llamada hospital, a causa de ese principio de neumonía, que surgió dañina e inesperada para hacerme revivir tiempos pasados que controles y medicinas se encargan de recordarme continuamente. Un nuevo periodo de incertidumbres, sobresaltos y alarmas que, gracias a Dios, ha quedado reducido a una serie de incomodidades, de inhalaciones y al botellón. No, no es ése que piensan y celebran los estudiantes en determinadas y ruidosas fechas, ya no estoy para meterme en esos berenjenales, sino al que con aspecto de torpedo, han colocado en mi cuarto estudio y que a través de un largo cable conectado a mi nariz, para recorrer toda la casa, me suministra a determinas horas el oxigeno que dicen purifica mis pulmones. Yo, la verdad sea dicha, no experimento sensación alguna en mis respiraderos, si bien es cierto que tengo la bombona al mínimo, pero observo que se me están aporrando las napias de soportar y trasladar tanto cable. Al final voy a tener aspecto de boxeador, yo que jamás he dado un palo agua y no en el aspecto laboral, sino en el de peleas y altercados. Como siga así, me voy a convertir en el “Pinocho” mentiroso o en “Cyrano de Bergerac”, el famoso espadachín y poeta literario. Me viene insistente a la memoria el famoso soneto de Quevedo. Resumiendo, una pequeña molestia fácilmente asimilable. Todo normal y sin problemas. Continúo lidiando la corrida y a pesar de los dos avisos recibidos el toro sigue en la plaza dispuesto a defender cara su vida. Tocaré madera, como hacen los supersticiosos y nada difícil en mi caso ya que tengo bastante serrín sobre los hombros. El segundo peldaño de esta escalera de malos presagios fue la muerte inesperada del marido de mi hermana, cuyas bodas de oro celebraron recientemente sin que nadie pensara que era su último aniversario. Una desgracia que sentí profundamente, pues era una persona excepcional al que me unía un largo camino familiar recorrido. Lloré como un niño y no me avergüenza reconocerlo, viendo a ese ser tan querido sin vida y el tremendo dolor de mi hermana. Empecé a mosquearme, pues en menos de un mes había recibido dos graves quebrantos y aún temía que el maleficio no hubiera acabado. No había transcurrido un mes, cuando mi suegra ingresa en el hospital con principio de neumonía y luego se complica la cosa y tienen que operarla urgente de algo intestinal que dijeron padecía, sin que ninguno nos hubiéramos dado cuenta, ni ella hubiera sentido la más mínima molestia. En el plazo de una semana, contra todo pronóstico, muere a causa de una posterior y extraña infección que le invade gran parte del organismo, según la versión médica ofrecida. Ingresó para permanecer unos días hospitalizada y no volvió a sentir el aire de la calle y el calor del sol. Otro hecho luctuoso y muy cercano. Llevaba más de treinta años viviendo con nosotros, desde que murió mi suegro y aunque a veces teníamos nuestras diferencias, en el fondo nos queríamos y tolerábamos como Dios nos daba a entender. Una nueva pérdida familiar importante y una ausencia muy significativa acostumbrados a tenerla siempre presente. Mi “testigo de cargo”, como yo la llamaba en plan de broma, aunque a ella no le hiciera mucha gracia, como tampoco el que le dijera suegra. A lo mejor pretendía que la llamara “mamá”, como los pijos de última hornada. Madre no hay más que una y a ella la encontré bastante crecidito. Así que me limité a llamarla “abuela” y asunto zanjado. Mis males continúan en esta escalera interminable y ahora me encuentro con el internamiento de mi hermano, un año y meses mayor que yo, en el mismo hospital donde tuvimos a mi suegra. Ingresó creyendo que se trataba de un principio de neumonía, (o padecemos una epidemia de esta enfermedad o es la fórmula más socorrida que han encontrado los médicos para internar a los pacientes sin tener que adelantar un diagnóstico definitivo), pero tras las pruebas correspondientes se trata de cáncer de pulmón. La terrible enfermedad que se llevó a mi padre en seis meses. Por lo visto lo tiene bastante avanzado y es inoperable. Le suavizan el pronóstico con la esperanza de que con la “quimio”, radio y demás tratamientos, pueda superarlo, aunque a sus espaldas no ofrecen esperanzas y le dan como probable un año o dos de vida. Dios quiera y a mi Inmaculada se lo pido, que el tiempo pronosticado se prolongue. De momento tengo a mi hermano en una cama hospitalaria, conectado a los consabidos y desagradables cables, -que en muchas ocasiones son los únicos que nos enlazan con la vida- y sometido a dolorosas y complicadas pruebas. La cuarta víctima de este calvario que supe que iba a padecer desde fines del pasado año. ¿Me quedarán aún muchos escalones de la mala suerte según mi brujita o se iniciarán pronto los de la buena?. Hay que darle un voto a la esperanza, porque es la única que nos puede mitigar el dolor y recuperar las ilusiones. Intento hallar el lado positivo a pesar de los infortunios, de acuerdo con la teoría filosófica oriental del “ying-yang”, según la cual no puede existir el mal, sin su correspondiente alternancia con el bien. Pienso en todos los seres inocentes que están en peores condiciones y con más duras tragedias que las mías y aún son capaces de sonreír y vivir la vida con fe y con optimismo y siento un profundo agradecimiento a ese Ser Supremo o Destino para los que no creen, por los enormes favores que de continuo recibo. La sonrisa y sincera demostración de cariño del nieto que me hace sentir en el Olimpo; ver a mis hijos felices abrirse paso en la vida sin romper la unidad familiar, formando esa dulce y compacta piña donde mi mujer, cada días más joven y más guapa y no es pasión de enamorado aunque no me canse de quererla, es el centro incuestionable. En suma, mi transcurrir de cada día gozando de esa prórroga que me concedieron, sin que hiciera mérito alguno para obtenerla. ¿Serán éstos los escalones de la suerte que estoy bajando sin prestarles la debida atención?. Siempre que ocurre algo malo, me esfuerzo en hallar un lado bueno. Al menos, intento ofrecer la oportunidad de que pueda ocurrir. De lo contrario, las desgracias, muertes y quebrantos nos ahogarían por completo y nos harían ser como los zombis, muertos vivientes. Hay veces que me entra el desaliento y me dan ganas de desinhibirme de todo. Me canso de luchar contra los elementos y de intentar vencer al destino. Me siento impotente ante tanta calamidad, pero enseguida pienso en las cosas gratas que me hacen disfrutar de la vida y de esta manera consigo los estímulos necesarios para imponerme a la fatalidad y empeñarme con todas mis fuerzas mentales y físicas en vencer el mal fario cuando me acosa. Alguna vez me ha de llegar el periodo de las vacas gordas y vendrán los escalones de la buena suerte. Egoístamente, he de darle gracias a Dios por conservarme la vida, después de tan largo rodaje y rodearme de esta familia que es una auténtica bendición. La que yo le pido con fe y devoción para que prorrogue, como hizo conmigo, la vida de ese hermano que sufre y se ve tan seriamente amenazado. Todo en nuestra existencia está regido por una inexorable balanza, que controla voluntades y decide actitudes desde el instante de nacer hasta el de morir. Una constante oscilación que marca la contradicción en que nos movemos: Vida y muerte; principio y fin; bueno y malo, etc. Todo obedece a ese vaivén que llena nuestros días y que sin darnos cuenta, nos acompaña hasta agotar el saldo disponible de los años. Las desgracias nunca vienen solas, nos dicen los pesimistas y parecen tener razón. Pero están los optimistas que intentan consolar nuestras desgracias cuando afirman que después de la tempestad llega la calma y que no hay mal que cien años dure, para levantar nuestra hundida moral que se arrastra por el suelo. Aunque ésta última afirmación resulte incuestionable, ya que el que no dura cien años es el ser humano, salvo muy escasas excepciones, por lo que su buena o mala suerte no puede exceder a su propia existencia. Vivimos sometidos a esa alternancia insistente y machacona que nos acompaña en nuestro cotidiano y fatigoso quehacer, pero todo se reduce a nacer, crecer, envejecer y morir, el inexorable ciclo de la vida del ser humano. Y no hay nada que pueda alterarlo. Hemos de pasar de una etapa a otra contra viento y marea, como ley de vida y maldición bíblica si nos guiamos por ese libro revelado, según la tradición. A la muerte de un ser querido, suele acompañar antes o después, más pronto o más tarde, el nacimiento de algún nuevo miembro o algún grato e imprevisto acontecimiento familiar. Y el tremendo desgarro de la muerte, queda soslayado en parte, no superado, pero si algo más compensado. La llegada de ese nuevo ser, -en mi caso, mi nueva nietecita Marta-, es el maravilloso antídoto que calma mis arrebatos de dejadez y falta de ilusiones, propios de la edad, ya que en unión de los otros dos nietos a los que adoro, me infunden las ganas de vivir y mirar al cielo con lagrimas en los ojos por los que se han ido y con serenidad y agradecimiento por los que han llegado y me hacen recobrar la fuerza para continuar el camino con alegría. Si la muerte es el fin, nacer es el principio. La sal de la vida. El primer escalón que hemos de subir, ajenos a los problemas que a lo largo de los años encontraremos en los restantes peldaños que debemos superar y nos harán sudar. Supone el continuo descubrimiento de un fascinante y desconocido horizonte que empezamos a recorrer, conocer y asimilar desarrollando las escasas limitaciones mentales y físicas disponibles. Los años y la experiencia que vamos adquiriendo nos van allanando el camino que hemos de cubrir hasta llegar al lado opuesto de nuestra balanza vital, el momento de morir. La vejez es pues la antítesis de la infancia, el último tramo de nuestro trayecto existencial desde que se produce nuestro nacimiento, un prodigioso suceso que evidencia la grandeza y sublimidad de la mujer, al tener el fascinante poder de engendrar vida rozando los límites de la misma divinidad. Humanas que se convierten en diosas en el momento supremo de parir. ¡Alabada seas Eva eternamente!. El paso del tiempo aumenta de forma continua la proximidad de nuestro final. Nada transcurre más a prisa que los años y esa carrera contra reloj, esa batalla contra el tiempo perdida de antemano, nos hacen próximas y hasta lógicas las probabilidades de una muerte cercana, que antes se veía lejana e improbable. Todo tiene su contrapeso, su compensación. Lo bueno del dolor, es la esperanza de que ese balsámico o la eliminación de la causa que lo produce, lo haga desaparecer. La tragedia a que pase el tiempo oportuno para que se quede en recuerdo y podamos darnos cuenta de lo positivo y gratificante que resulta no sentir tan profundamente sus dolorosos coletazos. La enfermedad, que recuperemos nuevamente la salud y podamos sentir las maravillosas sensaciones que antes no supimos o no logramos disfrutar. Todo consiste en un tira y afloja esperando que la cuerda resista nuestros esfuerzos. Las lágrimas desaparecen y en su lugar surgen las muecas de la risa, porque en este mundo nada es eterno y todo tiene su fin y su lado opuesto. El niño crece y se hace joven. La juventud, divino tesoro, también se va y no regresa, aunque puedan quedar vestigios en nuestro corazón, pues dicen que éste nunca envejece. ¡Dicen tantas cosas…!,La madurez, es el tiempo culminante de nuestro peregrinar, cuando el fiel de la balanza llega al punto equidistante entre ambos extremos. Los expertos la consideran la etapa dorada de nuestra existencia, aunque los que la hemos pasado y “rebasado” con creces, vemos que ha sido pródiga en problemas, inquietudes, afanes, esfuerzos, ilusiones y decepciones. Cuando llegamos a la considerada con toda lógica etapa final, nos quieren hacer creer que como en el infierno de Dante en su “Divina Comedia”, hay que abandonar toda esperanza los que hemos atravesado sus puertas. Opino todo lo contrario, la esperanza es lo único que nos queda a los que hemos pasado este umbral. Vivimos esperando aún poder realizar ese deseo que nos ha estado machacando a lo largo del tiempo y no tuvimos oportunidad de realizarlo y disfrutarlo. Con la ilusión de que el hijo supere con creces nuestros límites alcanzados o que ese nieto que alborea se convierta en un destacado miembro de la comunidad, gozando al verlo crecer y madurar y ayudándole a capear los temporales. Me gusta contemplar esta última etapa de mi vida como un periodo provechoso y creativo, libre de todas esas ataduras y circunstancias que padecí en la juventud. Una época en la que debo resignarme a padecer las inevitables secuelas de enfermedades, ausencias y calamidades en el entorno, pero a las que pretendo enfrentarme con dignidad y valor hasta agotar el elixir de la vida que aún me queda tan lleno también de sorpresas agradables y momentos inolvidables. Dios me regaló a esos seres y El me los arrebata. Sus razones debe tener, aunque me suponga un enorme dolor. Cuando la sonrisa aparece en mi entorno y alegra mi corazón, compensa en parte los momentos trágicos que tengo que soportar. Eso al menos pretendo creer cuando intento superar la gravedad de estos sucesos. Mi fe en Dios y la ayuda de mi familia, son mis mejores valedores en este difícil empeño.
miércoles, mayo 09, 2007
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