lunes, mayo 28, 2007

Manuel de Prada, Cementerios de vidas

lunes 28 de mayo de 2007
Cementerios de vidas

En el aeropuerto de Barajas montan cada seis meses una especie de almoneda en la que se venden los objetos más variopintos o estupefacientes. Son objetos extraviados o tal vez abandonados por los pasajeros, maletas mareadas de tanto dar vueltas en las cintas giratorias, bultos huérfanos que nadie se preocupó de reclamar, paquetes inconcebibles que se quedaron en una sala de embarque o en un retrete, como cetáceos varados en una playa. Abundan, naturalmente, los equipajes cuyo propietario no ha podido ser identificado, atestados de objetos sin valor: mudas no demasiado limpias, camisas resudadas, libracos que delatan unos gustos lectores oprobiosos; también esos chirimbolos absurdos que el viajero adquiere en un remoto país, seguro de que su posesión le recordará una grata estancia, pero que una vez concluido el viaje se avergüenza de haber adquirido, como nos avergonzamos de las lisonjas que dedicamos a gentes que no las merecían; y, por supuesto, no faltarán en la almoneda esos armatostes desquiciados que a veces nos encaloman nuestros anfitriones (nunca sabemos si se trata de un obsequio o de un castigo por haber sido malos huéspedes), cachivaches que de repente nos hacen sentir ridículos o que simplemente no podemos cargar, porque nos faltan manos y ánimos para hacerlo. Pero junto a estos objetos de los que el pasajero se libera como de un lastre oneroso figuran otros que revelan un cataclismo vital, una crisis de identidad, una metamorfosis espiritual que nos obliga a despojarnos del hombre antiguo que fuimos, para convertirnos en otro hombre distinto, o tal vez sólo en una sombra de hombre, o en un hombre sin sombra, o en una sombra que camina en pos de la disgregación, en pos del olvido. Los aeropuertos tienen un no sé qué inhumano; son lugares donde la vida se interrumpe y queda suspensa, donde el tiempo adquiere una textura estoposa, como de pesadilla de cloroformo, a la que el pasajero se abandona, olvidándose del mundo circundante, olvidándose de sí mismo. Los aeropuertos son no-lugares, parajes utópicos en el sentido etimológico de la palabra en los que uno deja de amar durante unas horas, en los que deja de sufrir durante unas horas, en los que se deja acunar por el hastío, antes de tomar un vuelo que actúa sobre su alma convaleciente como una especie de centrifugado (¿quién no ha sentido, en mitad de una turbulencia, que su alma se ha desprendido de su cuerpo, para quedarse enredada entre las nubes?) y que lo deposita, a cientos o miles de leguas de distancia, en otro aeropuerto idéntico y también utópico, en otro no-lugar en el que ni siquiera se siente extranjero, simplemente no se siente, porque el hombre que era ha dejado de existir, se ha volatilizado. A veces, se trata de una impresión pasajera, y el hombre que fuimos antes de tomar el avión vuelve a nosotros, como los contornos de las cosas vuelven cuando la luz los escruta; pero otras veces esa impresión no se desvanece nunca, y salimos del aeropuerto como Lázaro de su tumba, resucitados a una vida que nos desconcierta y nos exalta, nos mortifica y nos maravilla, y dejamos olvidado en el aeropuerto el equipaje que traíamos de otra vida anterior, como Lázaro dejó olvidadas en la tumba las vendas de su mortaja. Entre los objetos olvidados que se amontonan en las almonedas del aeropuerto de Barajas se cuentan centenares de teléfonos móviles apenas estrenados (sus dueños se desprenderían de ellos tras comprobar que los nombres de amigos y familiares que se amontonaban en su agenda se habían convertido en súbitos desconocidos), también ordenadores portátiles en cuyo disco duro tal vez se almacenase una información valiosísima para el hombre que la escribió, pero ininteligible y fútil para el hombre que ya no se recuerda escribiéndola. En la almoneda más reciente figuraba incluso un vestido de novia, el vestido de una novia arrepentida que se dio a la fuga, tal vez para casarse algún tiempo después con otro hombre más anodino y bellaco aún que el novio que dejó plantado ante el altar. Son, a simple vista, objetos perdidos en el tráfago de embarques y aterrizajes apresurados; pero, a poco que uno se detenga a contemplar su aire funerario, a poco que se esfuerce en escuchar su aleteo de almas difuntas, comprende que estas almonedas del aeropuerto de Barajas son en realidad cementerios de vidas, fosas comunes donde se pudren los hombres que fuimos, los hombres que ya no volveremos a ser, los hombres que añoramos o maldecimos, los hombres que nos dejaron para siempre, extraviados en algún paraje que no figura en el atlas.

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