miercoles 1 de agosto de 2007
Esta involución tan incierta
POR IRENE LOZANO
Si el homo sapiens apareció hace unos 150.000 o 200.000 años y la música tiene unos 50.000 años de existencia, la conclusión obvia y terrible es ésta: hubo entre 100.000 y 150.000 años en los que nuestros antepasados vivieron sin música. Imagino esos milenios interminables como una larguísima noche de miedo, angustiosa y opresiva. Compadezco a aquellos hombres y mujeres que, siendo iguales a nosotros, murieron poco más o menos como en la canción de Julio Iglesias: creyendo haber amado alguna vez. Con música cobra belleza el hundimiento del Titanic: sin ella, hasta enamorarse pierde interés.
Dicho esto, sólo se me ocurre algo peor que un mundo sin música: un mundo con la canción del verano por toda sintonía. Al menos, en su triste existencia, el homo sapiens primitivo podía confiar en un futuro menos azacanado, en el que las bestias dieran una tregua para pintar Altamira y ensayar gorgoritos con las cuerdas vocales. La canción del verano, en cambio, aniquila toda esperanza de una vida mejor. Partiendo de la nada silenciosa, creímos alcanzar el súmmum de lo grotesco aquel verano en que María Jesús irrumpió con sus Pajaritos. La humanidad sintió el vértigo de saber que milenios de evolución podían echarse a perder a causa de un acordeón. Pues bien, se trataba apenas del principio de una larga degradación.
Mientras la ciencia se apresuraba a buscar remedio, planteó Georgie Dann su pregunta socrática: «Mami, ¿qué será lo que quiere el negro?» Si no será tenue la línea que separa lo sublime de lo ridículo, que en aquel momento Georgie Dann colmó todas las expectativas del kitsch y ahora, visto con la perspectiva que nos dio La cremita, parece un poeta. Un tipo que hace no una ni dos, sino una tanda de canciones del verano, ha de tener talento para la rima, pero me azora pensar en la opinión que se formarán de nosotros en el futuro cuando analicen con carbono 14 los vestigios de El chiringuito.
Antropólogos, paleontólogos y neurólogos asisten impotentes y perplejos a este retroceso, incapaces de hallar un antídoto: el virus de la canción del verano muta cada año y reduplica su capacidad de acoso. Es imposible resistirse a escucharlas: nos persiguen, porque se expanden a la velocidad de una epidemia fuera de control.
Los expertos, no obstante, albergaban una mínima esperanza. Hasta que llegaron Los del Río bailando como un consejero delegado de Dragados que se desinhibe en unos salones de bodas. Hubo un antes y un después de Macarena. Desde entonces la civilización quedó reducida a participar noche tras noche en la canción y el baile del verano, ese ritual colectivo de integración propio de un ancestro anterior: el Australopithecus. Como los científicos ignoran dónde se detendrá la involución, y sabemos gracias a Murphy que toda situación es susceptible de empeorar, debemos resignarnos a erigir Paquito el chocolatero en alternativa a la barbarie. Es Aserejé o retroceder tal vez hasta el primate; Opá, yo vi hazé un corrá o la vida simia. Triste destino. Que los ecos de Mi limón, mi limonero no alcancen nunca la tumba de Darwin.
miércoles, agosto 01, 2007
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