jueves 30 de agosto de 2007
Heterofobia rampante
Ignacio San Miguel
L A insistencia de los poderes públicos en moldear las conciencias de las nuevas generaciones, incidiendo en lo afectivo y sexual, da que pensar bastante. Me refiero, naturalmente, a la nueva asignatura Educación para la Ciudadanía que pretenden imponer a toda costa. Esa reiteración y esa pugnacidad resultan notables. En algunos otros países parece que existe una asignatura referida a la educación cívica, pero sin interferir en lo íntimo de la personalidad humana, en sus sentimientos. ¿Qué hay detrás de todo esto? No parece caber duda de que se pretende acabar con los esquemas morales cristianos, y esto no sólo en España, sino en todo el mundo occidental. Es el coletazo del marxismo cultural y adherentes. Habiendo sido derrotado estrepitosamente el marxismo tradicional en su campo, el económico, ha vuelto sus baterías, junto con sus coaligados, contra la cultura burguesa cristiana, haciendo buenas las antiguas ideas de Antonio Gramsci. Eso está claro. Pero aquí, en España, existe como un plus de agresividad, de impetuosidad, de premura. Es lo que resulta extraño, aunque sean muchas las cosas extrañas que ocurren en este país. Y es entonces cuando se levantan las sospechas y está uno tentado a atribuir ese plus citado a cuestiones personales. No digo que necesariamente tenga que ser así. Repito que se trata de sospechas. Y estas son legítimas, tanto o más que el hecho de que el Gobierno esté tomando estas medidas con indiferencia absoluta al pensar y sentir de una enorme cantidad de población, y sin llegar a ningún acuerdo con la Iglesia ni la oposición. Es del dominio público la condición homosexual de diversos miembros de la Administración. No es ilógico pensar que su situación resulte incómoda. Tanto hablar de que las posiciones anti-homosexuales se derivan de prejuicios, de que el amor homosexual es igual de digno que el heterosexual, de acabar implantando el matrimonio homosexual, y he aquí que estos miembros de la Administración se encuentran en la posición de no atreverse a proclamar su condición y, todavía menos, de oficializar las relaciones con su pareja. ¿Y todo por qué? Porque les da vergüenza. Y esta vergüenza proviene del “qué dirán”, de su forzada sumisión a la opinión pública. La sociedad a la que creen gobernar, a la que dan pruebas por muchos conceptos de despreciar, les impone su ley. No es absurdo pensar que oleadas de rabia les inunden en determinadas ocasiones. Ha de ser muy duro tener que contemplar a los orgullosos heterosexuales exhibir a sus parejas con aplomo, confianza en sí mismos, y hasta con petulancia. Y tener ellos que soportar las sonrisitas disimuladas, miradas curiosas, paternalismos fingidos, actitudes liberales postizas, la fraternal y pringosa condescendencia de la progresía, etc. Han de surgir oleadas de odio hacia la sociedad heterosexual. Oleadas de heterofobia. Y, como no creen en la existencia de la ley natural (la niegan rotundamente), han de achacar sus penas al estamento que ha educado a las masas durante siglos: la Iglesia. Tienen, pues, un motivo más, particular, para odiar a la Iglesia, si es que no les bastaba con el derivado de su filosofía social marxista. De nada les vale saber que muchos curas simpatizan con ellos y que otros no sólo son simpatizantes, sino practicantes. Saben que el origen de todos sus males está en la alta jerarquía, cuya doctrina moral no ha cambiado ni cambiará. Ha llegado, pues, la hora de la revancha. Releguemos a la Iglesia al cuarto de los trastos viejos. Transformemos a la sociedad. Implantemos la asignatura de educación cívica trufada de nuevas orientaciones morales, contrapuestas a las antiguas cristianas. Que lo homosexual sea tan digno como lo heterosexual. Que se convierta en una opción tan respetable como otra cualquiera. Eduquemos a las nuevas generaciones en el respeto a lo homosexual; y no sólo en el respeto, sino en la afección y, a poder ser, en la inclinación a lo homosexual. ¿Por qué nos tenemos que ocultar? ¿Por qué andar con disimulos? Hay que crear una sociedad que nos acepte con la misma consideración y respeto que a los heterosexuales. Pero es una vana aspiración. El número de homosexuales es muy escaso, pese a su desproporcionada influencia, y nunca llegará a cubrir las expectativas a que se aspira, aunque aumente algún tanto merced a estas técnicas de ingeniería social. No. Porque contra lo que se está combatiendo no es la Iglesia católica, cuya influencia ha descendido vertiginosamente y cuyo espíritu apologético es prácticamente nulo. Se está luchando contra algo más poderoso, anterior a toda Iglesia, a toda religión, que no depende de argumentos ni prédicas. Se está queriendo contravenir, domar, reformar, reconducir o sencillamente anular la Ley Natural. Claro que habrá quien diga que esta ley no existe, que es invención de la Iglesia. Es la clásica interposición de argumentos falaces en campos que escapan a la especulación dialéctica. La Iglesia ha estado obligada, y sigue obligada a aceptar y refrendar la ley natural. No la ha inventado. Se ha sometido a ella. La heterofobia supone odiar la existencia de esa ley. Supone aborrecer la anatomía de los dos sexos, su condición de complementarios, el amor que surge entre ellos, que es muy distinto del homosexual, la procreación, etc. Supone negar la relación de la homosexualidad con el incremento de las enfermedades venéreas, empezando por el sida, introducido precisamente por estas prácticas. La existencia de esta heterofobia en las altas instancias explicaría la insistencia en tocar estos temas en la nueva asignatura. Porque, si no fuera así ¿a qué persona normal, heterosexual, había de ocurrírsele que tenía que luchar por la igualdad y la promoción de los homosexuales? Ninguna persona normal se interesa seriamente por los homosexuales. Se limita a constatar su existencia. Y lo más probable es que le desagraden.
jueves, agosto 30, 2007
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