jueves, agosto 30, 2007

Chivite, Borrar

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31.08.2007 -
F. L. CHIVITE f.l.chivite@diario-elcorreo.com

Mi cuñado es un tipo extraordinario. Quiero que esto quede bien claro porque estoy convencido de que tarde o temprano acabará leyendo esta columna. Es un fuera de serie en su trabajo y todos le admiramos y le queremos casi tanto como merece. Además es muy culto y le gusta compartir sus hallazgos. Nos aconseja libros, películas, todo eso. Es genial. Pero tiene una manía: todos los años, a la vuelta del verano, nos pasa una nueva remesa de fotos. Sí, las fotos que saca durante las vacaciones. Se las pueden imaginar. Lo hace de buena fe y, claro, ya nadie espera que deje de hacerlo. Con todo, ahora es más fácil. Antes nos pasaba sobres gigantescos llenos de malas fotografías reveladas y luego se quejaba de que se las estropeábamos o perdíamos por ahí. Sin embargo, ahora las pone en un cedé y hace un montón de copias. Así no hay peligro. Y a continuación las reparte con prodigalidad. Este verano ha estado en Berlín y ha hecho novecientas fotos. En dos semanas. No exagero. Lo ha fotografiado absolutamente todo. Hasta los adoquines de las aceras y las paredes más mugrientas y maltratadas. Hace apenas unos minutos que he acabado de ver la colección completa. Lo he logrado. Y, acto seguido, he abierto el frigorífico, he cogido una cerveza y me he quedado un rato hundido en el sofá. Reflexionando sobre el tema. Creo que esto es serio. Antes nadie hacía novecientas fotos en sus vacaciones, piénsenlo. Nadie las hacía entre otras cosas porque el revelado costaba un buen dinero. Digamos que éramos más selectivos. Nos lo pensábamos más. Aunque sólo fuera por un criterio meramente económico. Cien malas fotos ya eran una barbaridad. Ahora, las nuevas cámaras digitales nos permiten hacer cuantas horribles fotografías queramos de la manera más despreocupada y feliz. Y después guardarlas en una carpeta del ordenador o en un compacto, hacer copias y distribuirlas por el universo. De manera que podemos permitirnos el lujo del pulsar el disparador una y otra vez, sin miedo y sin pudor. Ser algo así como una cámara andante en un mundo convertido en parque temático. Esto es lo que hemos ganado. Una especie de bulimia visual compulsiva a todos los niveles. A mí, sin embargo, siempre me ha parecido que lo verdaderamente importante, al final, es borrar. Eliminar. Vaciar la papelera. Creo que eso es, en realidad, lo difícil. Saber elegir. Quedarse sólo con lo bueno. Con lo que realmente merece la pena. Tengo la sospecha de que nos estamos convirtiendo en productores y almacenadores de basura visual. Espero que mi cuñado me perdone por haberlo tomado como ejemplo en este asunto. Es algo que nos pasa a todos. De hecho, en su cedé hay casi unas cincuenta fotos que no están del todo mal.

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