miércoles, agosto 01, 2007

Fernando Castro Florez, El desfiladero

miercoles 1 de agosto de 2007
El desfiladero
POR FERNANDO CASTRO FLÓREZ
Le estoy cogiendo demasiado respeto al viaje, sobre todo, tras ver anoche «El guía del desfiladero». Habíamos facturado, como tantos otros padres, a Elena para Inglaterra, a uno de los pocos condados que no se ha tragado el cambio climático, para ver si, aunque sea homeopáticamente, aprende inglés. Con el resto de la tropa me encamino al cine, nos aprovisionamos con el combo doble de palomitas y coca-cola, lleno hasta reventar una bolsa de regaliz y nos preparamos para ver algo «épico». Lo que no esperaba era encontrarme con el maniqueísmo pseudo-gótico, esto es, con una especie de arqueología del «choque de civilizaciones». Los malos son ahora unos vikingos que recuerdan a aquel grupo heavy que ganó Eurovisión gracias a unos disfraces indescriptibles. Provistos de calaveras como cascos, barbas proféticas, corazas como el chaleco antibalas del «Solitario» y perros con collar de pinchos masacran a unos pobres indios que son el colmo del buen rollo. Mientras los unos llegan en barcos siniestros, cubiertos de una sustancia que acaso sea la de un «Prestige» ancestral, los otros habitan en una especie de tipis de ciencia-ficción, elevados como palafitos, curvados como la arquitectura pompier de Calatrava. El héroe es calificado, en las escenas finales de la película, de «bastardo», cuando en realidad se trata de un pobre niño abandonado por el cafre de su padre por no seguir la recta senda del aprendizaje del asesinato masivo.
Mi confuso mapa se ha descolado un poco más al ver a los bárbaros del norte atravesar el bosque umbrío, el desfiladero de piedras afiladas y, sobre todo, cuando, tras sobrevivir al hielo fracturado de la laguna, han caído al abismo. Les está bien empleado por ponerse en manos de un traidor a su sangre. El caminito de montaña, en un remake de baja estofa de la imaginería del Señor de los Anillos, por el que avanzan en formación de a uno, atados por una gruesa maroma, está, ciertamente, en las antípodas de la Ruta 66 pero, para una mentalidad obsesiva como la mía, todo lleva al mismo sitio. Nadie puede prometerme que no se pueda producir un desprendimiento, aunque sea de nieve artificial, en Las Vegas.
Si, como nos enseñó la teoría de las catástrofes, el aleteo de una mariposa en la Amazonía produce un cambio metereológico en Londres, también la historia inverosímil de los que querían «vivir y morir por la espada» modifica el itinerario de un placentino traicionero en Madrid (un servidor) preparado para cruzar cuantos desfiladeros encuentre. Ahora que me pongo en plan chulesco resulta que, haciendo zapping, descubro que vuelven a echar por la tele «Las aventuras de Jeremiah Johnson». Eso sí que es un peliculón, una epopeya de nieves y primaveras, de combates sin término y caza melancólica. Me dejaré guiar por Robert Redford, que es un tipo cabal.

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