miercoles 1 de agosto de 2007
Pueblos sin Estado Patxi Andión
La sociedad civil se pregunta por los mecanismos que desarrolla y promociona. Los recursos sociales que penden de los derechos civiles y si éstos son, además, por conseguir, aún más, ya que la sociedad civil es sabia en multitud y por ello conoce que es bueno mirarse de la manera más directa posible, que no es otra que la que fluye desde los actos, la razón de los acontecimientos que, con su palurda contundencia, se le asoma cuando menos lo espera.
A la sociedad civil le atañen las cosas de sus partes, los individuos, que no suelen ser sino derechos y deberes, establecidos y por pelear, publicados o pretendidos. Al cabo, las cuestiones que se dirimen entre lo que se es y lo que se pretende ser. Y, de nuevo, casi siempre son asuntos que se le presentan como ríos renacidos, para llamar su atención sobre lo que se rebela y todo aquello que pueda ser referenciado en la misma problemática.
La cuestión de los pueblos sin Estado es una de ellas. Ni es nueva ni dejará de presentarse, porque es un asunto que se debate en una suerte de sístole y diástole histórica ya descrita en escritura cuneiforme sobre tablas de arcilla. El asunto de los pueblos que buscan componer un Estado que aglutine pueblos, que de nuevo pueda dar a luz a su vez a pueblos que deseen otro Estado. Y así, poder imitar a las fuerzas de la naturaleza de las que los ecologistas nos cuentan que, más que hijos, somos padres, y regenerar la razón social para producir la razón política.
Las cuitas de los pueblos sin Estado nos llega desde Mesopotamia en los albores de la sociedad civil, y allí se ve clara la cuestión: las gentes aglutinan identidades que puedan sumar y actitudes que logren cohesionar para producir conducta que permita pervivencia del conjunto.
Sin duda, la historia de un pueblo sin Estado más, y mejor contada, es la del Pueblo de Israel. La travesía histórica ciclópea de un pueblo espolvoreado sobre otros, al que sus creencias sociales y religiosas le impiden, una era tras otra, consumar una socialización con el pueblo que le acoge, de manera que al cabo de centenares de años de convivencia sigue sin ser español, alemán, polaco o marroquí. Y así, la solución ideada, de dotarle de Estado, en 1948, aún se revela como el principal foco de desestabilización social y regional que se recuerda, alcanzando hoy dimensiones globales y miles de conflictos derivados. Un ejemplo de éstos es el llamado tema kurdo. Un pueblo de veinte millones de personas a caballo de Iraq, Siria, Irán y Turquía que ya ha costado miles y miles de muertos y cuya solución es imposible. No sólo por las reticencias religiosas, lingüísticas o de otra índole, sino simplemente porque su territorio atesora un yacimiento petrolífero de envergadura.
Los kurdos han peleado históricamente por su independencia y unificación desde hace mucho tiempo, y en esa lucha que no cesa entran a jugar fichas nuevas, como es la previsible estructura federal de Iraq. Pero el caso de Kurdistán dista mucho de ser caso único. Algunos pueblos buscan su Estado desde otras suposiciones, argüidas también al rescoldo de la lucha armada.
El Pueblo busca Estado sería un buen eslogan de propaganda. Justo ahora, cuando en el otro extremo de la conciencia, la globalización y la cultura cibernética pone patas arriba las convenciones que se pretendían inevitables, como el propio concepto de Estado, poniéndolo en evidencia cada vez que se asoman los hackers a sus archivos secretos. La solución que se baraja entre los que pensamos sobre los asuntos de la cibercultura no es otra que poner el Estado a dieta. Las paradojas sí que no parecen tener fin.
Parpadean las ideas ante el futuro que les ciega. Indómito. Agosto
miércoles, agosto 01, 2007
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