jueves 2 de agosto de 2007
En la muerte de Gabriel Cisneros
José A. Baonza
J USTO en los días de canícula de este azaroso 2007, se cumple el medio siglo de mi primera referencia amical con Gabriel Cisneros Laborda, iniciada en el campamento de Covaleda de 1957, donde recibimos el bautismo político de manos de Jesús Gay (q.e.p.d.) como primer maestro de aquella hornada de “centuriones”, para atravesar tan dilatado periodo de la existencia en intermitente proyección de cercanía hasta los primeros días de este año; última vez que tuve ocasión de saludarle en el Congreso de los Diputados. Es inevitable que afloren los recuerdos, hoy, cuando el zarpazo de la pérdida suscita la levedad de la existencia con el inexorable paso de los años, agavillados en el poso de la memoria hasta producir la desazón de nuestra humana poquedad. En aquel primer año de nuestro encuentro, la marcha volante con la que daba fin el curso de Covaleda nos había llevado a Estella, para adentrarnos –sierra de Urbasa mediante— hasta Alsasua donde sería clausurada la actividad campamental. En las frondosas estribaciones del puerto, antes de la despedida, quedamos emplazamos en Madrid para primeros de octubre, prestos a iniciar los estudios de Derecho, intercambiando las respectivas vicisitudes para encontrar alojamiento: él como residente en el Colegio Mayor José Antonio; yo en una modesta pensión de Argüelles hasta que terminase la adaptación del Colegio José Miguel Guitarte en el patio del viejo caserón de San Bernardo. Luego seguirían los años de Universidad alrededor del mismo proyecto político, el paso por las milicias universitarias de El Robledo y los primeros trabajos profesionales en el recinto acogedor del Servicio de Publicaciones del Ministerio de Trabajo, lo que supuso un contacto diario para la urdimbre afanosa del “agiornamento” en el que queríamos instalarnos; hasta que, captado por Torcuato Fernández Miranda, Cisneros dio el gran salto adelante que le situó al frente de la Delegación Nacional de la Juventud., en la que trató de perfilar con desigual fortuna los proyectos reformistas capaces de conducir (“de la ley, a la ley”) la nave del Régimen hacia el ya inmediato –e inexorable—cumplimiento de las “previsiones sucesorias”. En los primeros días de febrero de 1976, recibí una llamada de Gabi desde la Presidencia del Gobierno en la que me comunicaba su deseo de contar con mi concurso para aquel fugaz “espíritu” con el que se quiso impulsar la apertura, en el entendimiento de que nuestros comunes orígenes políticos y similares posiciones interpretativas podrían facilitar una lectura sosegada de sus esquemas entre los sectores mas reacios a su aplicación dentro de la estructura orgánica del Movimiento Nacional. El reto se hizo carne, poco después, en las Cortes orgánicas que aprobaron la ley para la Reforma política, y allí brilló el riguroso ejercicio de solvencia ideológica y precisión conceptual con el que Gabi Cisneros arropaba su bien cortada pluma en el periodismo militante que le llevó de la “Tercera” de PUEBLO y la “Primera” de ABC para construir un fecundo vivero de sugerencias en el andamiaje conceptual de la transición democrática. Nada extraño, por tanto, que Adolfo Suárez buscase su presencia para completar el cupo ucedista en la Comisión parlamentaria encargada de redactar la Carta Magna, sabedor de que podía contar con un completo, leal y valioso intérprete de la técnica jurídica, al servicio de los principios esenciales de la normalización institucional que demandaba la calle. A partir de ahí, los lectores de esta sección podrán encontrar en cualquier medio informativo referencias exhaustivas sobre la peripecia biográfica seguida por Cisneros; conocerán su paso dilatado por el Congreso como eficaz parlamentario de la oposición o como rotundo contendiente de la mayoría gubernamental. Y hasta serán descritas las horas de incertidumbre que se vivieron en el Hospital Gregorio Marañón, cuando vimos al amigo entrañable debatirse entre la vida y la muerte a resultas de aquel repugnante suceso protagonizado por un rufián de la banda terrorista ETA; hoy elevado a la consideración de “hombre de paz” por el zafio discurso electoralista del actual presidente del Gobierno. Estos pormenores ampliamente difundidos y, las más de las veces, generosamente expresados, me permiten detener la atención en el recuerdo de un amigo al que sería redundante aplicar los versos de Miguel Hernández sobre el cadáver de Ramón Sijé; pero no encuentro mejor motivo para expresar el sentimiento personal que me embarga en esta hora de esperanza: “¡Con quien tanto quería!”
miércoles, agosto 01, 2007
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