miércoles, agosto 01, 2007

Blanca Sanchez, El garbanzo negro

jueves 2 de agosto de 2007
El garbanzo negro
Blanca Sánchez de Haro
A ÚN éramos solo tres; Jesús, Mar y yo. Daniel vendría despistado años más tarde. Mamá nos sentaba a la mesa antes siempre de que papá viniera a comer. Imagino que únicamente con la intención de que lo dejáramos tranquilo a la hora de la comida, aunque difícil era de conseguir, porque cuando entraba por la puerta nos colgábamos los tres de su cuello y no lo soltábamos hasta que marchaba de nuevo. Una buena cazuela de garbanzos y tres caras de asco frente al plato. Primero la regañina: ¡A comer¡ y de pronto…el mayor; Jesús, encuentra en su ración un garbanzo negro. Disimuladamente lo coge con la cuchara y lo vuelca al plato de Mar, que sin decir nada, se apresta a realizar la misma operación en mi plato de comida. La chiqui, como sigo siendo llamada en casa, era un pelín mosca cojonera, y un pelín chivata, así que arrancó en protestas y lloros porque además de no querer la comida le habían puesto un garbanzo distinto; negro y arrugado. De vuelta el garbanzo al plato de Mar, y desde éste al de Jesús, y vuelta a empezar el viaje del yo no lo quiero, para ti, riñas, peleas, lloros. Ángela sabia que a la desesperada nada podía conseguir, así que respiró fuerte, reclamo nuestra atención y nos contó un cuento de un pobre garbancito negro a quien nadie había querido mientras crecía en el campo porque era diferente a los demás, que cuando recogieron la siembra tuvo que esconderse y con gran dificultad, colarse en el saco de los garbanzos elegidos porque lo iban a echar a la cesta de los desperdicios para los cerdos. Y el pobre garbanzo negro siempre había soñado con vivir en el estómago de un niño bueno al que no le importara que él fuese diferente, porque el no tenía culpa de ser diferente, había nacido así y ya no quería sufrir más desprecios. Después de la historia se hizo un absoluto silencio al que inmediatamente le acompañó el moquear y los llantos de los tres.¡Pobre garbancito negro! Como en la anterior trifulca, el garbancito negro había vuelto a mi plato, por la férrea idea de mis hermanos de que por ser la pequeña, me tenía yo que aguatar con él, mientras me secaba las lagrimas me presté rauda a recoger con mi cuchara el garbanzo para darle el hogar de mi estómago y curarle tanto dolor pasado. Más rauda fue mi hermana en quitarme la cuchara y acercarla a su boca, y lo hubiera conseguido de no ser por el empujón de Jesús que hizo saltar al garbanzo por los aires. Estaba en mi plato, pero me lo diste a mí, pero yo soy la pequeña… No recuerdo quien acabó comiéndose el susodicho garbanzo, supongo que Jesús, porque aun no siendo ni mas fuerte ni mas bruto que Mar, era más ladino. Aquel día mi madre termino de aprender de que si los niños quieren reñir van a reñir de todas formas les digas lo que les digas y nosotros, que lo diferente es tan bueno o más que lo que conocemos. La historia del garbanzo negro ha traspasado años y generaciones en mi familia, todos los niños nacidos en ella la saben y todos lloraron a escuchar la desgracia de su desprecio. Aún ahora, de grandes, gritamos de alegría, cuando en nuestro plato aparece un garbanzo negro, tan contentos y envidiados por los demás como si nos hubiese tocado el regalo del roscón de reyes. También el tío Camuñas que vivía dentro de la lavadora se llevaba en su saco a los niños que no se portaban bien, y yo me preguntaba siempre porque no se había llevado ya de una vez a Jesús si era peor que el bicho que picó al tren. Y si tardabas mucho en hacer los recados, cuidado tenías que tener porque si te habían mandado a comprar unas asadurillas y te entretuviste jugando hasta después de cerrar la carnicería, tendrías que ir a robárselas a un muerto en el cementerio. Y como María pasarías noches enteras oyendo al espíritu decir: “María, devuélveme la asadura que me robaste de la sepultura. Ay mamá que miedo me da, cállate niña que ya se ira”. Nuestra vida estuvo llena de duendes que mamá sigue asegurando haber visto en su casa, cuando aún era una niña, golpeando con diminutos martillos sobre la mesa, y de serpientes con anillos de colores que la abueli decía que se te metían en las tripas si no te terminabas la comida del plato. Y de las nanas de papá que aún todos recordamos, yo incluso la tengo de sintonía en el móvil para cuando él me llama. “Perdona a tu pueblo Señor, perdona a tu pueblo perdónalo Señor” o “ vamos niños al sagrario que Jesús llorando está, pero en viendo tanto niño muy contento se pondrá”. El cielo estaba lleno de cacharros de cocina donde cada uno de nosotros esperaba a que ellos nos fueran a buscar: Mar vivía en una sartén, o Jesús en una olla exprés, yo en un cueceleches, y al pequeño, a Daniel lo encontraron en una jarra de agua. Eso si no era el cuento de la niña abandonada por los gitanos en la cuneta, que debía valer yo menos que la cabra que llevaban para los espectáculos. Jesús inyectaba tinta en los huevos que le robaba a mamá de la nevera y los ponía debajo de una bombilla. Cuando semanas después no solo no nacían de ellos pollitos de colores sino que olían apestosamente a podrido, los tiraba desde el 7º piso según pasaba la gente a misa. Mar soñaba con irse de misiones y llevarme a mí y curar y alimentar a todos los niños enfermos, y dar cariño y adoptar a todos los niños abandonados del mundo. Yo quería ser como mi papá, sin barba pero como mi papá, igual que él, tan igual que nunca quisiera apartarse de mí ni dejara de taparme por las noches mientras cantando, me hacía imaginar al niño Jesús sonreír porque habíamos ido a visitarlo en el sagrario. Daniel como llegó tarde recibió toda la fantasía ya un poco cansada de ser repetida mil veces, además por pura casualidad debió nacer además de zurdo, más sensato. Para él era importante que fuera “cadia” o que fuera “canoche”. Así sabía si debía acostarse o levantarse. Fue espectador tranquilo y asombrado de otro tipo de vida, donde los mayores ya no estaban en casa, mi madre trabajaba todo el día y éramos la abueli y yo quien nos ocupábamos de meterle en la cabeza fantasías. Pienso que él nunca se las creyó del todo, solo le gustaba que le cantáramos. “Los cochinillos ya están en la cama, muchos besitos les da su mamá, y calentitos los tres en pijama pronto muy pronto los tres roncarán. Uno soñaba que era un rey y que comía un rico pastel, y el cocinero mandó traer quinientos pasteles solo para él, otro soñaba que en el mar en un gran barco iba a viajar y de repente al despertar se calló de la cama y se puso a llorar. El más pequeño de los tres, un cochinillo lindo y cortes, ese soñaba con trabajar y poder ayudar a su buena mama.” Cuento esto a raíz de una conversación que tuve con Ángela (mamá) hace unos días por teléfono. Me pregunta ella ingenuamente por qué todos los hijos que ha tenido han salido con una imaginación tan desbordada. Y a mí me dio la risa. ¿Tu qué crees? Le contesté.

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