lunes, junio 04, 2007

Xavier Pericay, El valor del trabajo

lunes 4 de junio de 2007
El valor del trabajo
Por XAVIER PERICAY, Escritor
YA casi nadie discute a estas alturas -ni siquiera en los círculos más izquierdistas- que el acceso de Nicolas Sarkozy a la Presidencia de la República Francesa se debió en gran parte a su apuesta decidida por la realidad. A las promesas etéreas de su rival, a un discurso en que la propia responsabilidad terminaba a menudo por diluirse en la de los demás, Sarkozy opuso en todo momento un engarce nítido y convincente entre la diagnosis de los grandes problemas que aquejan a Francia y el tratamiento que cada uno de estos problemas precisa a día de hoy. En otras palabras: en lugar de vender ideología, ofreció soluciones. Justo lo que la mayoría de sus conciudadanos pedía.
Pero la victoria de Sarkozy se fundamentó asimismo en una idea absolutamente novedosa para una sociedad acostumbrada desde hace décadas a exprimir las ubres de papá Estado y a considerar que semejante práctica constituye un derecho poco menos que natural. Esa idea es el trabajo, el valor del trabajo. El entonces candidato prometió a los franceses que podrían trabajar más, que el corsé de la jornada laboral de 35 horas iba a ser aflojado para que cada cual pudiera añadirle, según su conveniencia y la de su empresa, un número indefinido de horas extraordinarias. Se trataba de no coartar la voluntad del trabajador que desea, a costa de esfuerzo, ganar un poco más y vivir algo mejor. Pero no sólo eso. Detrás de la medida y de su necesidad estaba el convencimiento de que el esfuerzo es un valor, de que una sociedad que aspira a ser competitiva ha de inculcar en los ciudadanos que la forman ese espíritu de superación, esa ambición constante, ese empeño por mejorar.
En realidad, el propio Sarkozy ya había teorizado sobre ello a lo largo de la campaña, y muy especialmente en el discurso pronunciado en Bercy el 29 de abril, una semana antes del voto decisivo. «La crisis del trabajo es ante todo una crisis moral, debida en buena medida a la herencia de Mayo del 68», había dicho. Y a continuación había añadido: «Quiero rehabilitar el trabajo. Quiero devolver al trabajador su papel principal en la sociedad». Más claro imposible. Y más revelador. Porque, del mismo modo que resulta abusivo, por falso, atribuir a Mayo del 68 todos los males del presente, o considerar que aquel revolcón social no trajo más que desgracias -en el haber del movimiento contestatario figuran, por ejemplo, la impugnación del comunismo soviético o el auge de lo que se vino en llamar «la liberación de la mujer»-, resulta innegable que la crisis moral de la que hablaba Sarkozy en Bercy hunde sus raíces en aquellos años. Y lo mismo en Francia que en buena parte del mundo occidental. De ahí que sus efectos puedan rastrearse por igual en otros muchos países europeos.
Es el caso de España. Durante la pasada campaña para las municipales y las autonómicas, Mariano Rajoy recurrió en uno de sus primeros mítines al ejemplo francés y lo aplicó, siguiendo al propio Sarkozy, al mundo educativo. Había que aprovechar la ocasión, claro. Pero la ocasión no se la daba sólo Sarkozy con su triunfo; también el paisaje peninsular. Me refiero al paisaje moral. Bastaba con echar una ojeada. Una sociedad donde el trabajo había dejado de ser para muchos un activo; donde el esfuerzo, lejos de constituir una virtud, algo de que ufanarse, era percibido no pocas veces como un dispendio inútil; donde el aprendizaje se asemejaba a menudo a una pérdida de tiempo; donde la exhibición del mérito podía incluso mover a risa, y donde muchos poderes públicos amparaban y difundían, con sus actos y sus dichos, esa flacidez, ese sistema de valores más propio de un país desmembrado que de una sociedad moderna y competitiva. Sí, España no era Francia, pero la crisis era muy parecida.
Ignoro si Rajoy volvió a aludir, en alguno de sus discursos, al valor del trabajo, del esfuerzo, del mérito, aunque me temo que el vendaval del terrorismo debió de alejarlo bastante de tales preocupaciones. Sea como fuere, ahora que las elecciones ya son pasado y que, en el mejor de los casos, faltan aún nueve meses para las siguientes, convendría que tanto él como el resto de los líderes políticos -por pedir que no quede- no perdieran de vista el ejemplo del presidente francés. O rehabilitamos el valor del trabajo y cuanto conlleva, o el papel de España en el mundo -y el mundo empieza por lo que tenemos más cerca- será, más tarde o más temprano, el de mera comparsa.
En las últimas décadas, la sociedad española ha ido asumiendo poco a poco esa cultura surgida de Mayo del 68. A veces con convicción; a veces por simple inercia. En todo caso, el primer eslabón ha sido la familia. Quienes bebieron, todavía jóvenes, de las aguas de Mayo, han educado a sus hijos en el espejismo de una vida regalada, llena de derechos y sin prácticamente ningún deber, en una suerte de pensamiento Alicia donde el mundo real y el mundo soñado se han confundido siempre. Puede decirse, en este sentido, que una determinada educación familiar ha puesto en práctica, en mayor o menor medida, las máximas del 68: «Prohibido prohibir», «Sed realistas, pedid lo imposible» y, quizá la decisiva, «La vida está más allá». Pero todo ello no habría afectado al cuerpo social -o lo habría afectado de forma muy relativa- de no ser por la escuela.
Si la escuela no hubiera elevado a rango de ley esa misma cultura de la facilidad, si no hubiera convertido la igualdad de oportunidades en una igualdad de destino en lo marginal, si no hubiera rechazado de plano el talento y el rigor, es muy probable que a día de hoy nos estuviéramos felicitando, a pesar de los pesares, por la solidez de nuestro sistema público de enseñanza. No ha sido así, por desgracia. Por eso todas las estadísticas echan humo. En el campo educativo, España está a la cola, a la cola de todo. De la enseñanza primaria, de la secundaria y de la superior. De entre los países desarrollados, España es de los que tienen un índice mayor de fracaso escolar. De entre los Estados miembros de la Unión Europea, España es de los que tienen un porcentaje más elevado de abandono escolar. Y, en fin, entre las ciento cincuenta mejores universidades del mundo, no hay ninguna española.
Aunque lo peor está por llegar. Porque este sistema público de enseñanza que anda a la deriva deberá absorber en los próximos años unas tasas de población inmigrada superiores incluso a las actuales, lo que significa que deberá enfrentarse a unos niveles de competencia y de conocimiento que están muy a menudo a años luz de los europeos. Y lo hará, si nada lo remedia, con la guardia tan baja que el desenlace será por fuerza de lo más adverso.
Hay quien ha hablado de la necesidad de alcanzar un gran pacto de Estado sobre educación. Ojalá. La educación es un tema de Estado y, como tal, no debería depender de los vaivenes electorales.
Ahora bien, todo pacto de esta naturaleza que no incluya entre sus principios constituyentes la consideración de que no existe educación posible sin trabajo, sin esfuerzo, sin afán de superación; en definitiva, sin un ejercicio responsable de la propia libertad individual, estará condenado al fracaso. Como lo estará sin duda la sociedad que lo ampare.

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