martes 5 de junio de 2007
Merecido homenaje a los disidentes
SI hay un logro irrefutable del pensamiento político del siglo XX es haber establecido que todos los seres humanos tienen derecho a vivir en libertad, de lo que se deduce que hay pocas cosas más importantes que luchar por la difusión de la democracia en el mundo. En torno a este principio se han desarrollado las distintas tendencias políticas y se ha edificado el consenso básico en el mundo civilizado. Sin embargo, una parte nada desdeñable de los actores políticos -y no siempre los menos influyentes- siguen presos de los prejuicios utilitaristas, y todavía piensan que existen cosas que tienen más valor que la libertad individual. Prefieren, así, hablar en nombre de la nación (real o imaginada) o de la clase social (casi dos siglos después de la revolución industrial) de las que emanarían derechos superiores a los de la persona. Cuando en un escenario dominado por estas tesis alguien se atreve a reclamar sus condición de hombre libre, se le suele considerar como un «disidente», aunque no haga más que recordar que cada ser humano es depositario de derechos inalienables, entre ellos el de la libertad.
El concepto de disidente -distinto al de opositor- se generalizó por la contradicción que suponía para la izquierda occidental la existencia de ciudadanos que desde dentro de las dictaduras del socialismo real intentaban levantar la voz para denunciar el infierno que se estaba construyendo en su nombre. El disidente tenía una doble tarea: tratar de soportar la represión del régimen totalitario al que estaba denunciando y, al mismo tiempo, sobreponerse al desprecio del pensamiento políticamente correcto de los que, a pesar de vivir en libertad, lo consideraban un traidor a la causa superior del paraíso ideológico que quiso construir la izquierda.
Disuelta la Unión Soviética, en el mundo sigue habiendo disidentes que no luchan sólo contra los valores caducos de una izquierda desfasada y con liderazgos en declive, sino contra la presión constante e irrespirable que ejerce la radicalidad de los nacionalismos, bien porque necesitan actuar así en aras de su propia supervivencia, bien porque terminan por justificar de manera irresponsable el instrumento más terrible contra la libertad humana: el terrorismo. La lucha por la libertad está lejos de haberse terminado, incluso en los países que disfrutamos de la democracia desde antes de que cayera el muro de Berlín, porque donde existe la voluntad de imponer una verdad colectiva, se necesita que aparezcan disidentes dispuestos a discutirla, a pesar de que ello suponga tener que nadar contra corriente. En España se está viendo cómo ante ciertos fenómenos de la galaxia nacionalista -tanto en el País Vasco como en Cataluña- la maquinaria socio-etnicista ha aprendido a imponer sus criterios lingüísticos, históricos o hasta mitológicos, de manera que aquéllos que insisten en recordar que las sociedades están formadas por individuos libres no tienen más remedio que convertirse en disidentes. Disidentes, resistentes al espurio chantaje del nacionalismo, a cuyos planteamientos intelectuales, y de puros deseos de libertad, ABC ha dado acogida como ningún otro medio de comunicación español y que estos días participan en la reunión organizada por FAES en Praga.
A la izquierda no le gustan los disidentes porque su mera existencia representa una denuncia de las aberraciones que han generado sus utopías. En vez de escucharlos, lo que suelen hacer es ignorarlos, considerarlos como fenómenos pasajeros y, en todo caso, indeseables. La actitud que ha mantenido el actual Gobierno socialista es tremendamente reveladora en lo que se refiere al trato de los disidentes tanto dentro como fuera de España. Lo que ha pasado con las víctimas del terrorismo en el País Vasco -asesinados o perseguidos precisamente por disentir del régimen nacionalista- es tan lamentable como lo que ha hecho en Cuba con los defensores de la democracia, a los que ha ignorado porque prefiere entenderse con los carceleros. Ningún ser humano que se diga amante de la libertad y la democracia puede seguir ignorando que existen disidentes a los que debemos socorrer. Y eso debe hacerse a la luz del día, siempre que sea posible a la vista de los responsables de su situación, porque entonces son ellos los que se descubren como la anormalidad en un mundo en el que todos deberíamos estar comprometidos en el triunfo de la libertad.
martes, junio 05, 2007
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