viernes 1 de junio de 2007
Cuando las reinas no son felices Jaime Peñafiel
El protocolo, la educación, la profesionalidad, la sangre, la disciplina, la dignidad ayudan a que nunca el personal llegue a saber lo que sucede, no de puertas adentro de Palacio, sino del interior de la vida de las reinas que en el mundo son.
A veces se intuye que no son tan felices como intentan parecer. Posiblemente por aquello de haber sido educadas para no exteriorizar sus sentimientos.
“La verdad es que estoy educada, desde niña, para no llorar en público”, declaró doña Sofía a la periodista Pilar Urbano para el libro La Reina (Plaza y Janes, 1996).
Cuando una soberana, una emperatriz, tuerce el gesto, o suspira, todo el mundo quiere interpretar que es un rapto de exquisita profesionalidad. Pero se trata de mujeres tercamente decididas a cumplir con su deber, mujeres que llegan a un perfecto equilibrio entre la facilidad y la simplicidad, por un lado y las obligaciones de su rango por otro. Sin nadie con quien compartir sus pensamientos o llenar su soledad.
Hasta ahora, ninguna soberana se ha compadecido de sí misma, de la situación en la que viven. Por ello han sorprendido y causado profunda sensación en el mundo las confesiones de la emperatriz Michiko de Japón reconociendo que la tristeza y la angustia la han acompañado desde que contrajo matrimonio, en 1959, con Akihito, el emperador.
Han sido, según ella, 48 años de depresión y crisis nerviosas, intentando soportar las imposiciones, sobre todo las restricciones, de la familia imperial.
Su falta de adaptación le creó inseguridad y problemas de toda índole que le hicieron refugiarse en la oración.
Siguiendo las normas, en casi todas las monarquías: “Nunca expresé lo que sentía y menos lo exterioricé. Simplemente estaba triste aunque procuraba no parecerlo”. Lo más terrible y dramático es que actualmente, afirma, “me sigo sintiendo del mismo modo”.
El origen del calvario vivido estuvo en su suegra, la emperatriz Nagako, ¡siempre la suegra!, que la despreciaba por ser una advenediza, una intrusa, y por haber estudiado en una escuela católica.
Fue tan profunda su depresión que llegó a perder el habla durante un año.
Puede que ahora, después de estas sorprendentes, insólitas y dramáticas declaraciones de la actual emperatriz de Japón, que han conmovido profundamente a la opinión pública, sea mucho más fácil que otras reinas sigan el ejemplo desahogándose públicamente.
Las debilidades, del tipo que sean, las hacen más humanas. Nunca he olvidado cuando Sofía, en los funerales de su suegro, el Conde de Barcelona, en el Monasterio de El Escorial, se permitió lo que sin duda es un lujo para su educación de reina: llorar en público.
Aquella imagen severa, tratando de combatir el llanto, supuso un gran impacto entre los españoles.
Que Doña Sofía perdiera, mínimamente, la compostura, como ha hecho estos días la emperatriz Michiko, fue un gesto que agradecieron hasta los republicanos.
Posiblemente porque si las heridas disminuyen a los parias, engrandecen a los reyes, a las reinas, a las emperatrices. Sean o no sufridoras esposas, que lo son. Desde la Reina de Inglaterra hasta la Reina de España.
viernes, junio 01, 2007
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