martes 5 de junio de 2007
Los simpatizantes del terror Alberto Piris*
Un periodista británico, poco después de los atentados terroristas que ensangrentaron Londres el 7 de julio del 2005, escribía: “Siento una simpatía creciente por los llamados musulmanes radicales, que rechazan la civilización occidental”. Para explicar su opinión, añadía: “No hay que esforzarse mucho para ver cómo las cosas se nos han ido deteriorando. Las borracheras masivas [el “botellón”, se diría en España] se aceptan como forma habitual de comportamiento juvenil; se prefiere la promiscuidad a la castidad, y la riqueza es algo que se exhibe ante los pobres”.
En términos no muy distintos, hace algunos años —cuando el terrorismo islamista no era todavía un problema de ámbito internacional— tuve ocasión de escuchar a un destacado investigador para la paz afirmando en un foro público que el islam protegía mucho mejor a las mujeres que nuestra decadente civilización occidental. Su idílica imagen de las esposas reinando encerradas en el modélico hogar islámico, mientras las occidentales caían en las redes de la prostitución, aunque no concitó la adhesión de todos los participantes permitió abrir una interesante polémica.
Ahora, bastantes años después, no hay ya lugar para la polémica. El verdadero problema no consiste en la aparente relajación de las costumbres en algunos sectores de la sociedad moderna, en tanto que esa “relajación” es un concepto totalmente relativo que depende del ámbito cultural desde el que se observa.
Nadie cree hoy, en el mundo civilizado, que una mujer borracha, tambaleándose por la calle a altas horas de la madrugada sobre unos tacones de aguja y vistiendo minifalda, sea un peligro para la humanidad superior al que representan los fanáticos religiosos que incitan al odio y que proponen una “limpieza” de la sociedad para eliminar el pecado. Son éstos los que violentamente atacarían a la mujer presuntamente pecadora, de encontrársela por la acera, y alardearían de su proeza al servicio de los más altos intereses de la moral, según su forma peculiar de interpretarla. ¿En cuál de ambos lados está el verdadero peligro para el desarrollo de una sociedad en libertad y justicia?
El problema que enfrenta nuestra civilización y nuestras costumbres es el de aquellos que, incrustados en nuestra vida por otros motivos —emigración económica o política, principalmente— no pueden tolerar las prácticas de una sociedad abierta y libre, y se ven constreñidos a combatirla. Pero no todos los fanatismos religiosos se comportan como el islámico. La sociedad de los “amish” estadounidenses, popularizada en algunas novelas y películas, vive con arreglo a normas radicalmente distintas a las de la mayoría de sus compatriotas y basadas en una interpretación singular de los textos bíblicos, pero convive pacíficamente con los demás ciudadanos porque no siente la necesidad de combatir y destruir una cultura que no le es propia.
La oposición cultural del islamismo radical tiene orígenes y consecuencias de muy distinta índole. Ed Husain es el seudónimo de un escritor británico, de origen indio, que ha publicado recientemente un libro —El Islamista— que ha suscitado una intensa polémica, donde narra su experiencia vital desde el fundamentalismo islámico de su juventud hasta su actual posición crítica frente a él.
El autor opina que “cuando los pretextos políticos de Palestina e Iraq hayan sido solucionados, los militantes de inspiración wahabista exigirán otras reclamaciones sociales. El alcohol, la indecencia, el juego, la cohabitación, la ropa inadecuada…, un número indefinido de aspectos que serán excusa para la yihad y para el martirio, engrosando el tumor de la dominación islámica que crece en las mentes wahabista e islamista”. Cree el autor que nunca habrá una suficiente dosis de modestia, castidad y sobriedad que satisfaga las demandas de los fanáticos del islam más extremista.
Frente a este análisis, sobra la hipócrita contrición de quienes se esfuerzan por entender en qué les podemos parecer ofensivos a los más puros seguidores del islam y se proponen tomar medidas para corregir tales excesos. Esfuerzo parecido al de la inocente mujer violada a la que un estricto juez obliga a considerar si no sería ella la culpable de la violación por vestir provocativamente.
Es probable que en lo más profundo de muchos espíritus haya que combatir esa obsesiva sensación de pecado, fomentada por algunas religiones, que es el principal obstáculo para desarrollar plenamente la vida personal de cada uno, en una sociedad libre, equilibrada y democrática, respetuosa con el prójimo y donde nadie se sienta predestinado al paraíso si se inmola en una atronadora explosión destinada a limpiar al mundo de infieles.
* General de Artillería en la Reserva
martes, junio 05, 2007
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