jueves, marzo 01, 2007

Villacañas, Apuntaciones en torno a la desigualdad

viernes 2 de marzo de 2007
Apuntaciones en tormo a la desigualdad
Antonio Castro Villacañas
C ONFIESO que a mí me preocupa el problema de la desigualdad. Me preocupa desde hace muchos años: a partir del momento en que -todavía niño- no sé donde leí o escuché que el lema de los republicanos, tomado de la Revolución Francesa, era "Libertad, Igualdad y Fraternidad". No me pareció incompatible con el que por entonces me enseñaba el filipense que trataba de facilitarnos el camino hacia la Primera Comunión. Todavía hoy pienso que el "Amad a Dios sobre todas las cosas, y al próximo como a vosotros mismos; no hagáis a nadie lo que no os gustaría que nadie os hiciera a vosotros; todos somos hijos del mismo Dios", etc., son la esencia del cristianismo. Sin libertad de escoger el ser o no ser cristiano, carece de mérito alguno el afán por acercarse a Cristo. Si existiesen diferencias sustanciales entre las personas, de modo que unas fueran desde su nacimiento preferidas a otras en lo que respecta a su condición espiritual, Dios no sería el Padre Común de todos los humanos. Si el uso de la libertad, desde la primaria y común plataforma igualitaria, se tradujera en la práctica ruptura de la inicial fraternidad con que comienzan a vivir quienes son miembros de una misma familia, el mundo sería un simple escenario de constantes luchas... Años después, aprendí que la trilogía liberal de origen francés se podía completar con otros dos valores, derechos o aspiraciones de los humanos, que se llamaban -y se llaman- dignidad e integridad. Desde entonces para acá, el eje de toda mi actividad pública y privada está bien definido. Nada debo hacer, nada debo dejar que se haga, si va contra la dignidad del hombre, contra su integridad, contra su libertad... Por el contrario, he de impulsar que se haga, he de hacer yo cuanto pueda, en favor de la sustancial igualdad de los hombres y de su normal y habitual fraternidad. ¿Cuánto debería preocuparnos la desigualdad? No se puede contestar esa pregunta sin responder primero a otra: ¿de qué desigualdad hablamos? Para mí está claro que -ante la inconveniencia de vernos a todos idénticos, cosa tan imposible como desagradable- la desigualdad preocupante por injusta es la que existe en el mundo socioeconómico. La desigualdad económica y social es uno de los más destacados problemas actuales, tanto si la analizamos a escala nacional como si lo hacemos desde un punto de vista global. El contraste entre las formas de vida de quienes lo tienen todo, o casi todo, y los que tienen muy poco, casi nada, o solamente algo, es realmente grave dentro de cada sociedad -con distinta lesividad en unas que en otras- pero alcanza mayores desniveles a escala universal. Los partidarios de mantener el actual estado de cosas dicen que a lo largo de los últimos 50 años se ha transferido una significativa parte de la riqueza propia de los países ricos a las naciones pobres. La mayor parte de todos nosotros no estamos en condiciones de discutir tal aserto, pero aún dándolo por bueno, y sin disponer tampoco de datos exactos para fundamentar nuestra afirmación, sí que podemos alegar que hay un abismo demasiado profundo entre el modo de vida común de los norteamericanos y los europeos y el de los africanos, los asiáticos y los americanos del sur o del centro… Tampoco tengo datos concretos sobre lo que sucede a nivel español o europeo, pero pese a todo me atrevo a decir que día a día crece entre nosotros la distancia existente respecto de los ingresos percibidos por quienes han obtenido una titulación postuniversitaria, los simplemente licenciados, aquellos que no pasaron del bachillerato y quienes carecen de estudios... La prima económica y social recibida por los más y mejor educados -en principio lógica y justa- produce una distribución más desigual e injusta de la renta y de la riqueza. No existen indicios suficientes para sostener que quienes reciben poca educación lo hagan por creer que más educación no compensa, pero sí parece sostenible pensar que si aumentase en España el nivel medio de la educación de nuestros jóvenes ello enriquecería al país y produciría una mejor y más justa distribución de la riqueza y de la renta, porque habría más y mejores trabajadores cualificados y la mano de obra de menor calidad escasearía, lo cual significa que tanto unos como otros estarían más revalorizados. Así parece indicarlo el mundo en que se mueven los inmigrantes. Los altos dirigentes de nuestras sociedades, y en menor escala sus inmediatos subordinados, ganan hoy bastante más que lo hacían sus equivalentes hace 15 o 30 años. No es que su trabajo o su calificación profesional sean mucho mejores, sino que en España se ha afianzado a lo largo de ese tiempo la convicción y la práctica de que a los altos directivos y ejecutivos les corresponde una porción mayor de la plusvalía conseguida en cada caso por el esfuerzo conjunto de todos los trabajadores en las respectivas empresas. Similares modos de distribución de la riqueza producida los encontramos en todas las partes del mundo liberal-democrático. Por lo que respecta a España, la desigualdad creciente se debe sobre todo a los fracasos habidos en las inversiones sociales y a los cambios producidos en el ordenamiento jurídico del Estado. Cierto es que se ha producido una creciente aceleración en el ritmo general del crecimiento económico, pero también es verdad que ello ha redundado sobre todo en beneficio de una desmesurada clase política y de una minoría de propietarios y de quienes con ellos están emparentados por vínculos familiares, sociales o políticos. Este tipo de anormal desigualdad es el que yo denuncio por entender que es naturalmente injusto y preocupante. Felipe González, Leopoldo Calvo Sotelo, José María Aznar, y la práctica totalidad de los políticos que han gobernado este país desde el más humilde de sus ayuntamientos hasta el conjunto de sus ministerios, pasando por los despachos autonómicos o sindicales, han terminado su quehacer político -alguno todavía lo sigue haciendo desde hace treinta años- mucho más ricos y mejor situados socialmente que todos sus antiguos compañeros de profesión no recolectores del maná político. Lo mismo puede decirse de los Botines, González, Pizarros, y demás multimillonarios que han dirigido y dirigen nuestra economía. De todos esos hombres, cualquiera que sea su filiación política, podemos y debemos decir que son brillantes, muy trabajadores y con razón ricos, pero no creo pecar de injusto si me atrevo a señalar que sólo un pequeño tanto por ciento de su riqueza se puede justificar como adecuada recompensa a su afán emprendedor, a su capacidad de trabajo y a su entrega al servicio de la comunidad española. El máximo porcentaje de su bolsa crearía más felicidad y proporcionaría mayor número de beneficios y oportunidades si en vez de satisfacer los gustos y apetencias de sus actuales poseedores -de los que hemos citado algunos ejemplos- se repartiera equilibradamente entre el conjunto de cuantos forman la comunidad nacional. Una sociedad desigual es una sociedad injusta. No es lícito, aunque sea explicable, que los políticos, los financieros, los artistas, los futboleros, los ases del cine y la televisión, etc., ganen cien veces, mil veces, más que sus inmediatos vecinos de barrio o de trabajo En cualquier sociedad, los ciudadanos que podemos considerar normales se afanan por cubrir sus necesidades primarias, darse de uvas a peras alguna satisfacción excepcional, y proporcionar a sus hijos las oportunidades a su alcance. Cuanto más ricos sean, mayores facilidades de vida tendrán sus próximos y parientes. Por consiguiente, cualquier sociedad que promueva, defienda o intensifique la desigualdad de oportunidades, es una sociedad injusta. No es lícito, no puede permitirse, que cada día se incremente más y más la diferencia existente entre las formas de vida de una minoría de privilegiados y las del resto de sus conciudadanos.

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