viernes, marzo 23, 2007

Oscar Molina, Democracia de baratillo

viernes 23 de marzo de 2007
Democracia de baratillo
Óscar Molina
E S el Barón de Montesquieu a quien se atribuye la introducción de la separación de poderes del Estado, y ciertamente fue él el que la elaboró en su primera formulación; aunque lo cierto es que el desarrollo completo y funcional de toda la teoría del Estado Liberal corresponde más bien a otro francés, Alexis de Tocqueville, afincado en Estados Unidos. Pero bueno, ya saben Vds. la facilidad que tienen nuestros vecinos para el reparto de glorias entre quien resulta más de su conveniencia. El caso es que si cualquiera de los dos levantara hoy la cabeza y echase un vistazo a España (y otro muy conveniente Vistazo a la Prensa) pensaría que todo aquello que tan acertadamente propusieron no ha servido absolutamente para nada. El sistema de división de poderes español ha ido decayendo desde una débil y escasamente garantizada configuración inicial al cachondeo actual, en el que ni es división, ni es de poderes. Todo empezó cuando un ilustre y autoproclamado experto en Machado lanzó al aire un pregón cargado de intención según el cual Montesquieu había muerto, para acabar hoy en una auténtica chapuza que convierte a nuestra democracia en un producto de todo a cien. Fue la izquierda quien, con su totalitaria concepción del Poder y su nunca velado rechazo a la democracia liberal, comenzó a establecer un sistema de cuotas orientado a que la composición de los órganos de gobierno de Jueces, Tribunales y muchos organismos más o menos claves del Estado se estableciera de manera equivalente a la representación que cada partido político tuviese en los órganos legislativos. O lo que es lo mismo, eran los propios partidos políticos los que, en virtud de la mayor o menor representación parlamentaria que obtuviesen en las elecciones, elegían a los miembros de estos organismos entre las personas a las que considerasen más afines a sus intereses, también políticos. El sistema se defendió a base de una falacia sólo comprensible en una democracia de bajo coste; se venía a decir que de esa manera estas instituciones representaban de manera más fiel la voluntad popular. Y digo falacia porque el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, y otras instancias menos significativas pero también importantes como el Consejo de RTVE, no son depositarios de ninguna voluntad popular, ni se deben a ella. De la voluntad popular manan los órganos legislativos, que eligen a un Presidente del Gobierno y elaboran las leyes; leyes que el Ejecutivo se encarga de que sean cumplidas y cuya interpretación corresponde a Jueces y Tribunales de manera independiente. No hay que ser un lince para darse cuenta de que la interpretación independiente decae en el momento en que el Juez, Magistrado o Fiscal debe su nombramiento a un partido político determinado o al mismo Gobierno. El resultado es que muchos pilares básicos de nuestro sistema democrático no son otra cosa que la prolongación de la política, arietes de la lucha partidaria e instrumentos usados a conveniencia por los gobiernos de turno. Incluso han hecho fortuna las expresiones que califican de “progresistas” o “conservadores” a muchos integrantes de estos órganos, dando ya por supuesta su filiación política y aceptando tácitamente la orientación de sus decisiones en el camino trazado por el partido político al que deben su nombramiento, por encima de la independencia que ha de guiar su actuación, tal y como establece la Constitución. El Poder Judicial no emana de la voluntad popular, de la misma manera que su legitimidad no descansa en las urnas, sino en la independencia de sus decisiones y su arreglo a Derecho. El Poder Judicial está encargado de algo que va mucho más allá de la satisfacción de los intereses de un gobierno o de la presión hacia unas determinadas incumbencias puramente partidarias, reflejo de una porción de la sociedad; sus miembros jamás deberían ser deudos de quienes les nombran porque la función de cada uno de ellos no es actuar individualmente o en comandita para colmar los deseos de la fracción social a la que representa el partido que les pone donde están. La Ley tiene vocación de generalidad, y desde esa perspectiva ha de ser Interpretada. La Ley no depende de estados de opinión en su aplicación, el estado de opinión se da por descontado cuando se elabora a partir de una aritmética parlamentaria que es reflejo del sentir popular, pero una vez puesta en el Boletín Oficial del Estado su interpretación no ha de venir condicionada por otra cosa que no sean sus previsiones y la independencia profesional de criterio. Mientras esto no cambie, nuestra democracia no será sino un baratillo en el que se pueda nombrar Fiscal General del Estado a un mero servidor del Gobierno, en el que sea posible que un chantajista cuente con el aval de un Juez para salir a la calle o en el que la fiscalía intente por todos los medios contribuir a una estrategia política como es el Proceso de Zap (la inversión de letras es intencionada) procurando que alguien como Otegui no sea juzgado. Un lugar donde la seguridad jurídica sea una quimera por estar sometida a los vaivenes del cambio en la composición del Parlamento, una herramienta y un medio, pero nunca un fin. Y seamos serios y equitativos. Nadie, ningún Gobierno se ha atrevido a meter mano a algo tan claro y pestilente, ya sea con mayoría relativa o absoluta. Aznar tenía en su programa electoral interesantes propuestas en este sentido, y no puede escudarse en la falta de apoyos parlamentarios para sacarlas adelante, porque gobernó cuatro años con mayoría absoluta. Los socialistas, comadronas de la idea, nunca han estado en disposición de hacerlo por acuciantes necesidades penales antes, y por conveniencias políticas que precisan de la traición al sistema hoy. El caso es que entre todos la han matado y ella sola se ha muerto. La democracia real, quiero decir.

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