viernes 2 de marzo de 2007
La Izquierda disciplinada y la Derecha irresponsable
José Meléndez
L A batalla ideológica que se desencadenó tras la Revolución Francesa y la Revolución Industrial de Gran Bretaña, tuvo su palanca propulsora en las teorías de Karl Marx, Engels y los pensadores de izquierdas de la época, que denunciaron la tremenda injusticia social que era el distintivo de aquellos tiempos pero que llevaron la defensa de los derechos que se les negaban a las clases obreras y desfavorecidas a una lucha de clases en la que lo político terminó primando sobre su contenido social y provocando un choque entre dos concepciones diferentes del mundo que costó mucha sangre y muchas tragedias. No es mi intención bosquejar aquí un ensayo sobre el pensamiento político, sino tratar de encontrar una explicación a lo que está ocurriendo actualmente en España. Es obvio señalar que la situación de la sociedad en el siglo XXI no tiene parangón posible con la que existía en el siglo XIX. Ni en España ni en ninguna parte del planeta, salvo en los lugares aislados en los que todavía rige el comunismo marxista. Eso es una realidad indiscutible que tanto la izquierda radical tramontana como la derecha dura e inflexible parecen olvidar. Lo que fue válido entonces no lo es ahora porque la sociedad ha progresado notablemente, se han conseguido derechos que antes permanecían conculcados o ignorados, ha mejorado en términos generales el nivel de vida y tanto la izquierda como la derecha han atemperado sus discursos y han arrinconado sus respectivos radicalismos, por considerarlos inadecuados en la izquierda y por convencerse la derecha que era imposible mantener los privilegios de que disfrutaron durante muchos siglos en un mundo moderno y evolucionado. Pero aunque el choque violento de dos doctrinas antagónicas se ha ido atemperando con el paso del tiempo y a compás del progreso social, era inevitable que aquella lucha encarnizada dejase secuelas que han llegado a nuestros días como atavismos improcedentes e indeseables de una era turbulenta que ya pasó. La izquierda se ha alimentado a través de los tiempos de consignas y eslóganes con un cierto tufo cuartelario que prendieron en la masa rebelde y las hizo bandera de sus reivindicaciones. La derecha, por el contrario, más empeñada en la defensa de sus privilegios que en adecuarse a las circunstancias, centró sus esfuerzos en las luchas intestinas por el poder en su bando, olvidando –o menospreciando- temerariamente que el verdadero enemigo estaba en el bando de enfrente. Esto se ha ido corrigiendo y ambos bandos han llegado a tener puntos en común en ese paulatino acercamiento de los dos hacia un centro ideal. El planteamiento político de laboristas y conservadores en Gran Bretaña en los últimos veinticinco años es un ejemplo de ello como lo han sido el sistema democrático de Estados Unidos, a pesar de todas las diatribas en su contra y nuestra transición democrática hasta la irrupción en el poder de José Luis Rodríguez Zapatero. Francia ha sido el ejemplo de una derecha fraccionada, más atenta a los intereses de las diversas facciones dentro de su ideología que a los intereses de la nación, que recuperó el poder cuando el socialismo incurrió en los mismos pecados. El hecho de que en nuestro país exista un gobierno que desde su acceso al poder, hace ya tres años, ha encadenado una serie interminable de errores y fracasos de todos los calibres sin que su gestión sea rechazada de forma contundente por la opinión pública, revela un fenómeno sociológico que demanda un detenido análisis, porque si la lógica existe en política es un axioma que los fracasos en la gestión gubernamental se pagan. Y para ver si ocurre así y hasta la próxima cita electoral en las municipales de mayo –con todas las diferencias que ésta tiene con respecto a unas elecciones generales- no hay mas remedio que consultar el barómetro demoscópico de las encuestas, el cual indica que sus errores no le han salido tan caros como podía esperarse al gobierno de Zapatero. No hace falta hacer aquí una nueva lista de esos errores, que son sobradamente conocidos y que van desde la colosal importancia de pretender el desmantelamiento de España por una solapada vía estatutaria o darle carta de naturaleza política al terrorismo mediante la concesión de al menos parte de sus demandas, al ridículo de desautorizar la ley de bebidas alcohólicas a la puritana ministra de Sanidad o la rechazable vuelta a la censura en la televisión pública, con la prohibición de la entrevista al periodista José María García. ¿Por qué el Partido Popular no disfruta de una amplia ventaja en las encuestas, a la vista de esta desastrosa gestión? Se ha escrito mucho de ello en estos días y los argumentos esgrimidos no parecen convincentes. Se ha hablado de la incapacidad del PP para presentarse como una auténtica alternativa al PSOE actual, lo que se desvirtúa con la mayoría absoluta que consiguió José María Aznar en su reelección, a pesar de que una mayoría absoluta es casi una hazaña para un partido que para gobernar ha de contar solamente con sí mismo; se ha dudado de la capacidad de liderazgo de Mariano Rajoy, acusándolo de duro cuando arremete contra Zapatero y de blando si no lo hace, olvidando que el papel de una oposición es precisamente criticar al gobierno cuando lo merece y presentar un programa alternativo cuando llegue el momento electoral y se han aireado hasta la saciedad rencillas, reales o supuestas, entre dirigentes y facciones populares, pasando de puntillas sobre las que existen en el bando socialista, que también las hay como en cualquier partido, con el agravante de que esta vez el partido está en el gobierno. La batalla de la comunicación la ha ganado siempre la izquierda, porque ha cuidado más ese capítulo y desde hace mucho tiempo en los medios informativos hay mucha más gente de izquierdas que de derechas, que es más fiel a sus principios que la del bando contrario. Salvo en muy contadas excepciones, al PSOE no se le critica en los terminales que se pueden identificar como afines y, por el contrario, el PP o algunos de sus líderes sí reciben críticas de los órganos que se pueden considerar conservadores. Y esa fidelidad se aprecia también en el electorado, como producto de la amplia red que conforman los sindicatos, las asociaciones, las plataformas y los innumerables grupos reivindicativos con un planteamiento y unos objetivos bien definidos. La izquierda –y ahora los nacionalismos- ha sido siempre mas disciplinada y mas atenta a las consignas que la derecha, que ha mostrado un tanto de irresponsabilidad en el enjuiciamiento de las situaciones políticas. Si observamos las cifras de asistencia a las urnas en los últimos tres actos electorales –el referéndum para aprobar la fallida Constitución europea, el del Estatuto de Cataluña y el del Estatuto de Andalucía- nos encontramos con unos resultados vergonzosamente irrisorios y una aplastante mayoría de la abstención que en el caso andaluz ha llegado a cotas insospechadas. Y esto, en un electorado obediente y leal como el de izquierdas, representa un grave hecho de preocupación que se ha pasado por alto y no se ha comentado lo debido, esperando que el tiempo cicatrice lo antes posible el doloroso impacto. Que la altísima abstención en esas tres llamadas a las urnas puede representar un creciente desinterés de los electores por la política es evidente. Pero esa no es por sí sola la explicación al problema y, además, representa un serio riesgo de dejar de nuevo la gobernación de la nación a quien no sabe manejarla. En política el pasotismo es el maná de los aventureros y los desaprensivos. La alta abstención en el Estatuto catalán y, sobre todo, en el andaluz, significa tanto un desinterés por el tema como un no implícito a lo que se dirimía y en consecuencia solo votaron los que siguieron las directrices del partido cuya ideología comparten, lo que determinó un alto índice de votos afirmativos. Esa es la disciplina de la izquierda. Pero en unas elecciones generales, en las que el votante ha de manifestar si quiere seguir gobernado como hasta entonces o desea un cambio, esa actitud pasiva del voto conservador es peligrosa. Que un votante de izquierdas muestre su lealtad al gobierno de su color es un ejercicio normal, aunque sea arriesgado. Pero que un votante de centro derecha, que sí se da cuenta de los errores de ese gobierno, prefiera abstenerse porque “el líder no acaba de gustarme” o por cualquier otro argumento banal, es una insensatez cuyas consecuencias termina pagándolas la nación.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario