sábado, marzo 03, 2007

Eduardo San Martin, La traicion de los clérigos

sabado 3 de marzo de 2007
La traición de los clérigos

Por Eduardo San Martín
EN al menos un aspecto, me temo que el único, el oficio de escribir es como el buen gobierno: no siempre debe tener por objeto complacer a la parroquia propia. A veces hay que espetar a quienes suponemos nuestros lectores (o electores) verdades molestas o menos agradables, o emitir juicios que, de antemano, sabemos que no van a contar con su aplauso incondicional. Por eso no entiendo muy bien la razón por la que escritores que miman exageradamente a sus seguidores, dándoles siempre lo que les piden, aborrecen sin embargo de los representantes públicos que hacen lo propio con sus electores. En realidad, pertenecen a la misma raza.
Escribir, o gobernar, a favor de opinión es camino trillado que garantiza la aquiescencia de quienes sólo esperan de nosotros la confirmación de sus convicciones, a resguardo de cualquier pensamiento con aristas que les haga dudar; un público dócil que halaga los oídos y satisface la autocomplacencia. Y por ese tobogán nos lanzamos porque, la carne es débil, preferimos antes alimentar nuestra insaciable vanidad que enfrentarnos a una más que segura reprobación si abandonamos el carril que nosotros mismos hemos marcado a esa audiencia. Resultado: en demasiadas ocasiones escribimos contra nuestras propias convicciones, o envolvemos en garrapiña nuestros pensamientos más sinceros para hacer pasar gato por dulce. Todo, con tal de no ser acusados de traición.
Hace ahora ochenta años, el pensador francés Julien Benda escribía sobre la traición opuesta, la de no ser fiel a uno mismo. La llamaba la traición de los «clérigos» (La trahison des clercs). Con ese término, más amplio y profundo que el de intelectuales, Benda evocaba los hombres sabios y pensadores de todos los tiempos, a los que habría traicionado la nueva casta de escritores públicos. En el prólogo a Memorias de un intelectual, en las que Benda resume su vida en tres etapas, Xavier Pericay recuerda lo que eran para el autor los términos de esa traición: la acción política, el interés mundano, la búsqueda del éxito social o de los bienes terrenales, y el compromiso partidista. Benda se consideraba un «clérigo», en el sentido más austero que él podía dar de la palabra, un «regular» de una congregación que se desenvuelve en un ambiente hostil, como «un pez fuera del agua», según descripción del propio Pericay.
Hay quien ha interpretado la actitud de Benda como la defensa del mandarinato de la clase intelectual respecto de la política de a pie o de la realidad social; como una falta de compromiso. No tal. Se comprometió y mucho, y fue uno de los más implacables fustigadores de los nacionalismos y totalitarismos de su época. De hecho, su Traición de los clérigos apunta en especial a intelectuales deslumbrados por el fascismo o el comunismo. No vivía en una torre de marfil. Defendía, aún en términos a veces elitistas y pedantes, el compromiso del intelectual, pero el compromiso sobre todo consigo mismo y con el rigor, un rigor que consistía en «el desprecio de la mentira» y en la defensa intransigente de las verdades universales frente a las banderías.
En España, muchos de los que escribimos nos parapetamos con frecuencia en la comodidad de la autocensura. Nos aterroriza que aquellos para quienes escribimos nos abandonen si nos atrevemos a sugerirles que, de vez en cuando, se salgan del carril. Hay pensadores de la derecha que se espantan de ciertas acciones, u omisiones, del PP, pero que las callan para mantener la clientela; «clérigos» de la izquierda alarmados con la deriva nacionalista del PSC o con el desbarajuste territorial de Zapatero, que hacen mutis «para no hacerle el juego al PP»; y escritores católicos que discrepan de la imagen que proyecta un sector del episcopado o de los disparates emitidos por alguno de sus altavoces, pero que esconden la cabeza debajo del ala. Sacrificamos nuestra independencia, que es la primera condición de les clercs, en beneficio de la claque, y aún pretendemos que se nos respete. Así nos va.
EDUARDO SAN MARTÍN

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